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Qué Semana Santa tan extraña, sin procesiones, sin escapadas a la playa o al campo. De niño me impresionaba aquel tenebrismo de imágenes y monumentos en templos recorridos por una tristeza que lo envolvía todo durante los Santos Oficios. Una religiosidad teatral pero a la ... vez emotiva, con esa verdad que aprendíamos desde antes de la catequesis y que emanaba trascendencia: nada menos que la pasión y muerte de Cristo. En la calle, la vida continuaba, aunque sin músicas frívolas y con el cine cerrado. Poco a poco fueron cambiando las costumbres. Ya adolescente, recuerdo que más de una Semana Santa aproveché el paréntesis de vacaciones para irme de campamento o a compartir unos días con los amigos en El Guijo, una finca familiar donde podíamos desayunar con algo tan exótico como leche de cabra y Cola-Cao, tocar la guitarra, jugar al fútbol con los muchachos de los pueblos vecinos, beber en la taberna nuestros primeros vinos de pitarra y hasta deleitarnos 'enseñando' a los más urbanitas de la pandilla cómo se cazan los gamusinos.
Durante aquellas Semanas Santas nuestra mayor preocupación eran las tormentas nocturnas, pues ni la casa ni las otras dependencias de la finca contaban con pararrayos. Entonces, acostados y con las ventanas cerradas, nos dedicábamos a contar en voz alta los segundos que transcurrían desde que se veía el resplandor del relámpago hasta que el trueno seco, colosal, hacía que retumbaran los muebles, incluidas aquellas camas de cabecero metálico de nuestras habitaciones: «Han pasado cuatro segundos, así que está a más de un kilómetro», anunciaba voluntarioso alguno para insuflar tranquilidad. En cuanto la tormenta se alejaba caíamos vencidos por el sueño.
Eran días de paseos por el campo y de practicar algún truco descubierto en los rodajes de cine. Después de la escena del ahorcamiento de 'El tulipán negro' en Trujillo, por ejemplo, fuimos tan insensatos de reproducir bajo una encina, –atados con una soga a la cintura, oculta bajo la ropa– el patíbulo donde debía morir el personaje que interpretaba Alain Delon. En tandas sucesivas, nos íbamos anudando la soga bajo el jersey y simulábamos ser el Tulipán Negro pendiendo del nudo corredizo… Recuerdo que días después, cuando mi padre vio las fotos de aquel montaje campestre (aún las conservo) se escandalizó por el peligro que habíamos corrido y me reprendió seriamente por la ocurrencia.
Supongo que aquel año la Semana Santa cayó tarde pues, aún primavera, pegaba bien el sol mientras competíamos por ver quién era más diestro y rápido sacando agua del pozo con el cubo o la caldereta. También hacíamos apuestas sobre cuántos metros conseguíamos arrastrar un pesado rollo de granito que se utilizaba para allanar caminos.
De todas formas, creo que para la pandilla los momentos preferidos eran los de la charla y las historias de madrugada, alrededor de la lumbre, cuando la vida solo consistía en una costumbre llena de deseos y felicidad.
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