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Aquellas cafeterías
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«En su lugar hoy existen lugares sin alma (...) que han sustituido a los entrañables y vetustos locales»Ahora, que termina el verano, podemos recordar las buenas tardes pasadas durante estíos de antaño en cafeterías de todo tipo, esas en las que servían meriendas y en las que siempre había un aroma a mantequilla flotando en el aire. En ellas, entre un ambiente ... que pretendía ser inútilmente cosmopolita con señorías endomingadas y parejas viviendo los primeros compases de su amor, hemos hablado con amigos, estudiado temarios muy áridos y, quizá, nos declaramos a alguien en ese torbellino de sentimientos propio de la adolescencia y primera juventud. En esos locales hemos celebrado el éxito académico, con algún batido y tortitas con nata, o luego ya, pasados los años, con una cerveza y un sándwich mixto o vegetal. Las cafeterías se encontraban indisolublemente unidas a la vida cotidiana de varías generaciones que hallaron en ellas refugio acogedor y lugar de parada para descansar del tráfago cotidiano.
Tenían nombres exóticos, de lugares lejanos, en años en los que los españoles apenas viajábamos. Así se llamaban California, Miami, Nebraska o Manila. Madrid estaba llena de ellas y en Valladolid pasaba otro tanto, –cómo olvidar Padova–. Refrescos, cafés con leche, bollos, churros, bocadillos y ya, en el súmmum de la modernidad, platos combinados, cada uno con su número, mezclas de alimentos, algunas francamente delirantes, que alumbraron experiencias gastronómicas de lo que creíamos que era modernidad a raudales. Pocos gozos urbanos habrán resultado más reconfortantes que sentarse en las terrazas de esas cafeterías a tomar algo y ver pasar la vida de la ciudad ante nuestros ojos.
Hoy, la piqueta ha demolido muchas, por no decir casi todas, aquellas cafeterías de nombres americanos en las que se podía fumar y sentirse cómplice de un estilo que servía para conjurar la existencia provinciana de aquellos años en blanco y negro. En su lugar hoy existen lugares sin alma, cadenas de hamburgueserías, de cafés de mil clases con conexión wifi y sofás 'ad hoc' o cervecerías con pinchos 'low cost', que han sustituido a los entrañables y vetustos locales de toda la vida. Las reuniones de amigas maduras, de viejos llenos de sabiduría, de amigos en trance de aprobar una oposición o de parejas de novios soñando con una vida en común, han debido de buscar otros lugares para seguir compartiendo vivencias, experiencias, confidencias y risas.
Las cafeterías de nuestras ciudades no tenían nada que ver con los cafés franceses, ni con los pubs británicos; tampoco alcanzaban la elegancia de los cafés italianos ni el misterio de oscuras paredes marrones que poblaban los locales de Amsterdam. Esto era diferente, autóctono y autentico a partes iguales. Hoy se antojan parte del atrezzo de la serie 'Cuéntame', pero algunos nostálgicos irredentos echamos en falta aquellos espacios donde la plancha de las tostadas de media tarde dominaba un ambiente que se evoca como lejano e irrecuperable. Las capitales se van pareciendo, cada vez más, unas a otras.
En las calles principales de cualquier ciudad uno se encuentra idénticas tiendas de ropa, iguales tiendas de telefonía y, por supuesto, las mismas cadenas de comida rápida con una decoración tan impersonal y fría como estudiada, para que abandonemos lo antes posible la mesa y dejar así paso al siguiente cliente. Quedan, es cierto, algunos cafés, que resisten el paso del tiempo en un desafío que queremos pensar que sea eterno, pero las cafeterías, aquellas cafeterías que dibujaban la esencia misma de la socialización en aceras y plazas, hace tiempo que entregaron su alma como tributo a los nuevos tiempos que, efectivamente, son nuevos, pero no tienen porqué ser necesariamente mejores.
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