Desde el sábado los españoles podemos quitarnos la mascarilla en la calle, algo que harán millones de ciudadanos menos un servidor, que se la va a seguir calzando hasta que la OMS, el Sacyl, el Gobierno de España y la Unión Europea digan que ... todo está bajo control y que el coronavirus solo fue una pesadilla. No obstante, el 'permiso' gubernamental para salir sin tapabocas tiene más trampas que una película de chinos porque hacerlo obliga a mantener la distancia de seguridad, ponérsela para acceder a cualquier establecimiento o coger el autobús, entre otras actividades cotidianas.
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No descarto que alguien me reproche que siga embozado con lo bien que se respira sin antifaz, pero entre que la covid ha sido devastadora y que me fío lo justito de los gobernantes no pienso salir de casa sin ella.
Uno de los profesionales que más me han animado a seguir usándola ha sido el doctor Almudí, presidente del Colegio de Médicos, que pide prudencia porque «no es lo mismo pasear por Rábano que por la calle Mantería». Por si fuera poco el recordatorio, parece complicado mantener la distancia de seguridad entre personas a las que no conocemos, que son casi todas. La única solución que se me ocurre es utilizar un cinturón que lleve añadidos hacia fuera seis pinchos de metro y medio de largo que arañen a quien se nos acerque demasiado porque las apreturas tienen poco sentido viviendo en la España vaciada...
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