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En su larga etapa como director de ABC, Luis María Anson explicaba que, a su juicio, las vacaciones están muy sobrevaloradas y que, desde su experiencia, tenía que conceder días libres adicionales a su equipo más cercano para que descansara de los excesos del ocio ... estival y pudiera rendir de nuevo en sus cometidos en el periódico. Coherente con este planteamiento, él no se tomaba nunca vacaciones hasta el punto de establecer una curiosa liturgia con mi inolvidado amigo Pepe Oneto quien, con su retranca habitual, le telefoneaba puntualmente cada 15 de agosto, con todo el país literalmente paralizado, para comprobar si de verdad estaba en su despacho y, año tras año, allí lo encontraba preparando, indesmayablemente, la edición del día siguiente.
Sin llegar a los extremos de 'Luisón' –como le siguen llamando los íntimos– es verdad que sobrecargamos el tiempo de descanso anual de expectativas tan altas que, al final, rara vez se terminan cumpliendo en su integridad. Sin solución de continuidad pasamos del tráfago habitual del día a día, a unas semanas de supuesta desconexión que nunca se produce del todo y en las que nos encontramos en otro escenario diferente al habitual. Las cosas difícilmente son como las imaginamos y por eso la frustración cotidiana resulta, en alguna medida, inevitable al comprobar que las playas están atestadas de toneladas de carne humana, los chiringuitos tienen unas colas imposibles, el apartamento está más lejos y es menos cómodo de lo que nos vendieron y los restaurantes ofrecen una calidad manifiestamente mejorable a unos precios que suelen carecer de cualquier justificación.
Salvo algunos afortunados que dicen habitar calas de ensueño con arena suave y aguas cristalinas, el común de los mortales se encuentra con una realidad muy diferente en la que, en algunos casos, toca madrugar para encontrar acomodo y no digamos si se trata de hacerse con una hamaca. En los hoteles de costa, los alemanes resultan imbatibles a la hora de levantarse al alba y bajar a la piscina para reservar sitio. Cuando los españoles acuden, despues de desayunar, se encuentran con una colección de toallas ocupando todos los sitios un día tras otro. Y el colmo son las imágenes difundidas este mes de agosto en redes sociales con gente poniendo las toallas en la Playa de Levante de Benidorm ¡a las cinco de la mañana! La pregunta es si merece la pena vacacionar para terminar madrugando más que durante los meses de trabajo. Toda una locura.
Los aeropuertos se han asemejado estos días a un bazar abarrotado de personal. Los cruceros han descargado a miles de navegantes en cada puerto invadiendo islas, ciudades y pequeños pueblos que resultan tomados por mesnadas de viajeros en camiseta y chanchas con las cámaras de sus inevitables teléfonos móviles apuntando a todos lados. Parece claro que después de la pandemia nos ha dado a todos por movernos como si no hubiera un mañana. Desafiando a la inflación y a las aglomeraciones, no hay quien se quede voluntariamente en su ciudad y en este éxodo multitudinario la soñada placidez se convierte en pura masificación. Por eso, tampoco es tan malo entrar en septiembre recuperando la habitualidad de nuestra incierta vida cotidiana. Con sus rutinas, sus reencuentros y su hábitat natural, la inexorable vuelta nos devuelve a la playa de una existencia conocida y hasta confortable. Algunos ya han empezado la cuenta atrás para las próximas vacaciones. Otros, sin embargo, piensan que el periodista Anson no dejaba de tener parte de razón cuando militaba, y todavía milita, en el irreductible frente de la resistencia antivacacional.
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