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Escucho por la radio a un escritor, afincado en la parte más alta y exclusiva de Barcelona, que, a la pregunta del presentador acerca de la dificultad que puede entrañar leer un libro complicado de más de 700 páginas, responde que no le importa que ... el lector asuma un camino complicado a la hora de enfrentarse a su texto porque a él le ha costado mucho trabajo pergeñarlo. Existen autores y periodistas ensimismados en su estilo que juegan con los lectores haciéndoles pasar travesías que, en ocasiones, resultan un plúmbeo ejercicio que deriva en inasumible. Cuando uno es joven tiende a leerse todo, por mucho que le cueste y poco que lo entienda. Había que terminar un libro, por pesado que fuera, ya que la alternativa de dejarlo se consideraba un fracaso. Con los años hemos aprendido todos a dejar una lectura que nos resulta penosa o ininteligible ya que el tiempo es limitado y hay muchas obras que nos aguardan para ofrecernos el inmenso placer de la lectura.
Las novelas de García Márquez son un gozo estético que se entiende y se disfruta. Lo mismo ocurre con Vargas Llosa, Eduardo Mendoza, Javier Marías y tantos más. Y exactamente lo mismo pasa con las obras clásicas del canon novelístico. Oscurecer un texto para epatar al lector y ponérselo difícil es algo que únicamente es posible si quien se enfrenta a la novela es masoquista o poco experto en el mundo literario. Personalmente, nunca he podido con algunos novelistas a los que, por supuesto, no niego mérito, pero no entra en mis planes dedicar horas de mi vida a la hermenéutica. Leemos para disfrutar, aprender, vivir nuevas sensaciones, descubrir mundos y territorios personales del escritor y salir de un libro siendo mejores que cuando entramos en él.
En el periodismo actual exiusten también ejemplos de ensimismamiento narcisista y arrogante. Hay columnistas que parecen escribir únicamente para ellos, y quizá también para cinco amigos aburridos, que no piensan en el lector si no en su propia y presunta gloria personal. Hay alguno a cuyos textos hay que enfrentarte en ocasiones con el auxilio de un interprete de guardia, porque de lo contrario terminas sus largas parrafadas preguntándote inevitablemente de qué va el artículo que acabas de leer. Tengo para mi que la sencillez es el primer requisito para llegar por escrito al corazón y la mente de los lectores. Que se entienda aquello que trasmites es tan obvio como necesario. Lo sencillo no devalúa para nada la talla estética de un autor, bien sea en libros o periódicos. Cuando alguien se enfrenta al folio en blanco, o ahora a la pantalla vacía del ordenador, debe dirigir su primer pensamiento al lector, antes incluso de elegir la primera palabra.
Ocurre que algunos van de intelectuales egregios y creen que se dirigen solo a una élite de elegidos para la gloria. La vanidad y la infatuación son enemigos mortales de la escritura y eso deberían de saberlo aquellos que se las dan de doctos y miran a los demás por encima del hombro. Sócrates decía: «La sencillez de mi discurso hace que me odien, y qué es el odio sino una prueba de que estoy diciendo la verdad», y Hemingway afirmaba: «No hay nada noble en creerte superior a los demás; la verdadera nobleza es ser superior a tu yo interior». Por eso, combatamos la arrogancia y disfrutemos leyendo con claridad. Ya existen en la vida momentos inevitables de sufrimiento como para añadir oscuridad a la maravillosa aventura de leer libros y periódicos.
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