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«Locura desatada». Así califica un preboste del sector la situación turística de este verano en el que se baten, una vez más, todos los récords de viajeros, vuelos, trenes, cruceros, estancias hoteleras, pisos turísticos, reservas en restaurantes, alquiler de vehículos y todo lo que ... lleva aparejado el tiempo vacacional en el que estamos inmersos. La gente está a dispuesta a pagar los que sea, no por descansar, que eso ya no aplica, sino por vivir «experiencias únicas» que es como ahora se denomina el ocio viajero de toda la vida. Si piensa en marcharse de la ciudad en agosto y aún no ha reservado nada, hágase a la idea de que lo tiene muy difícil, porque el personal tiende a planificar su verano nada más pasar la última celebración de las navidades. La pandemia, sin duda, marcó un punto de inflexión en la disposición íntima al disfrute y eso lleva a que se gaste en turismo más que nunca y a que se paguen sin rechistar precios que hace tan solo tres o cuatro años hubieran parecido escandalosos.
Estados Unidos, Caribe, América Latina, Asia-Pacífico, Europa y, por supuesto, las islas y costas españolas, son destinos no ya demandados, sino absolutamente saturados en este verano de 2024. Con un incremento espectacular en el precio de los billetes de avión y en las tarifas hoteleras, la resistencia del sector muestra una fortaleza como nunca antes había manifestado. Quien más quien menos no repara en gastos y destina sus ahorros a un tiempo de desconexión que se ha encaramado a la preferencia vital de cada cual.
El resultado es una situación turística cada vez más masificada y preocupante: Venecia es un destino imposible saturado de gente a todas horas, las islas griegas se asemejan a un parque de atracciones en tarde de dia festivo, las capitales europeas ofrecen un incesante paisaje de turistas en bermudas, chanclas y camiseta deambulando por todas sus esquinas sin dejar una, los enormes barcos, asemejados a ciudades flotantes, descargan cada dia toneladas de carne humana en sus puertos de atraque y los aeropuertos y estaciones de tren atemorizan en sus horas punta por la ingente cantidad de personas que se agolpan en sus instalaciones con un frenesí apocalíptico. Esto es lo que hay.
A mayor número de personas le corresponde un menor servicio, una más deficiente atención y unas aglomeraciones que parece sufrirse con un gusto claramente masoquista. Calles, monumentos, museos y enclaves históricos están atestados a todas horas. Para ver el David de Miguel Ángel y los Uffizi de Florencia hay que reservar la entrada con meses de antelación, entrar en el Louvre se asemeja a hacerlo en un concierto de Taylor Swift y acercarse a la Fontana de Trevi se torna en una lucha contra el espacio vital y la propia estabilidad personal. Seguro que han tenido oportunidad de experimentar los efectos de estas mesnadas ingentes que abarrotan cualquier lugar del planeta a todas horas.
Si tanto nos preocupa la sostenibilidad habrá que convenir que esta estampida tras el covid no hace sino contaminar y dejar tras de sí una pila de residuos que dañan el medio ambiente con una ferocidad incuestionable. Los centros de las ciudades son hervideros de deambulantes sin rumbo amenazando con expulsar a sus habitantes de siempre. Es el signo de los tiempos y no parece que esta avalancha vaya a moderarse. Y que nadie evoque la 'turismofobia', por favor. Es una bendición que cada vez pueda viajar más gente y más lejos, pero resulta cuestionable que lo queramos hacer todos a la vez en todas partes.
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