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Nunca pensé que mi ciudad pudiera generar un género literario propio con un estilo entre la tradición más enraizada y la modernidad de una urbe alimentada por un espíritu de superación y avance constante. Cambié de opinión cuando me encontré, aquí en El Norte, con ... las 'Vallisoletanías' de José F. Peláez, un latigazo de periodismo sensorial que entronca con lo mejor de la literatura serializada que practicaron por estos pagos Paco Umbral o Francisco Javier Martín-Abril, y fuera de ellos César González-Ruano, Josep Plá o Julio Camba. Y, por supuesto, el jefe de la tribu, Miguel Delibes, tan presente como imprescindible.
Peláez tuvo el detalle de hacerme llegar su libro, en el que se recopila toda la serie periodística y lo he disfrutado con ese placer que ofrece leer textos bien escritos, descubrir un estilo personal y dejarse llevar por el oficio de alguien que maneja las palabras igual que los 'batenders' de sus bares favoritos preparan los más deliciosos cócteles. Les confieso que, rendido a su estilo, contacté con él por privado en Twitter para felicitarle por sus columnas que seguía en estas páginas y también en ABC. Me gustó que recuperara las «acotaciones de un oyente», siguiendo la estela de crónica parlamentaria que inauguró en el diario Wenceslao Fernández Flórez, y que imprimiera su mirada personal a una actualidad que es preciso trascender y elevar a base de oficio y buenas construcciones sintácticas. Lo curioso es que no nos conocemos personalmente, aunque nos enviamos recados a través de nuestro común amigo Rafa Latorre quien me ha prometido que uno de estos días organizará una comida en Madrid con Margarito.
El columnismo literario de este país constituye un universo habitado por el recuerdo de algunos de los ya citados y actualizado con nombres como el inoilvidado David Gistau, Manu Jabois, Jorge Bustos, el propio Latorre, Cuartango, Ángel Antonio Herrera, Ignacio Peyró y ahora, sin duda, el gran Peláez. Todos ellos son los ecos de un periodismo que hace cuatro años perdió al maestro Manuel Alcántara y hace unos días a Antonio Burgos. De este último no me hubiera extrañado en absoluto un libro de 'sevillanías', ciudad que él glosó como nadie, pero nunca hubiera reparado en la gozosa idea de literaturizar Valladolid hasta convertirla en protagonista de un libro delicioso, impregnado de olores, recuerdos, niebla y paisajes, con impagables ilustraciones de Iván San Martín.
Aparecen por la mirada de Peláez el Campo Grande, la Plaza Mayor, la calle Santiago, el Paseo de Zorrilla, Cantarranas, Santa Cruz, la Pucela monumental, y también aquella ciudad canalla con noches atestadas de gente en sus rincones para apurar esas horas llenas de promesas que son las madrugadas. Vallisoletanías es un canto de amor del autor a su ciudad, desde ese confín cercano a La Rubia en el que vivió de niño, hasta el relato de costumbres sin las que no sería posible reconocer a la villa. Hay una teoría del chateo (no confundir, por favor, con las redes sociales) y una oda al lechazo asado. Desfilan los cofrades en la oración y el llanto de la madera, y paisanajes como el fasero, que tanto contribuyó a cambiar la ciudad en los sesenta y setenta. Mis recuerdos, ahora revisitados, duermen en estas calles y plazas, en estos lugares que desfilan por las páginas del libro como estampas de un pasado que se hace presente. Queridos lectores: aquí Valladolid, aquí Peláez; un escribidor en estado de gracia. La ciudad se merecía, sin duda, este homenaje. Algo me dice que tendrá continuación. Ojalá que sea pronto.
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