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Enzarzados como estamos en la importancia del autocuidado personal, la priorización de la conciliación y la prevalencia vital de un estado mental alejado de presiones, ... tensiones, estrés y ansiedades de cualquier laya y condición, los expertos han encontrado un término que define las aspiraciones de la denominada 'generación Z', y esa etiqueta, por supuesto en inglés, es la de 'quiet ambition', que bien pudiera traducirse como 'ambición tranquila'. Se trata de un cambio en la escala de valores de una buena parte de nuestros jóvenes tras tomar conciencia de que las generaciones que les han precedido han dejado de disfrutar de la vida por haber estado excesivamente concentrados en trabajar a destajo, labrarse un futuro en condiciones difíciles, prosperar en sus vidas profesionales y procurar que a los suyos no les faltara nada esencial. Es decir, que, a sus ojos, han sido unos explotados de libro que se han perdido muchos buenos momentos en procura de un bienestar que ellos no parecen valorar en todo lo que de verdad les costó.
La tendencia, resulta obvio, apunta a trabajar menos horas cada jornada y la última aspiración consiste en alcanzar la semana laboral de cuatro días, una demanda a la que ha sumado hasta el PP para pasmo de la patronal en cuyos cálculos no entraba esta propuesta lanzada desde la oposición para no perder el carro de la modernidad. Lo de la 'ambición tranquila' se resume en permanecer en el puesto de trabajo únicamente las horas necesarias y rehusar la pretensión de ascender en las empresas si ello conlleva, como ha ocurrido toda la vida, mayor esfuerzo y más horas de trabajo. Frente a esa promoción, que suele llevar siempre aparejada una mejora salarial, los renuentes predican salir a su hora para desarrollar otras actividades más placenteras y menos demandantes de atención y esfuerzo. Cuidarse, dicen.
Algunos pertenecemos a un tiempo en el que había que trabajar mucho para demostrar interés y valía en nuestras organizaciones. Así, poco a poco, fuimos mejorando la posición en las empresas. Con esfuerzo y sacrificio accedimos a una vivienda, llenamos la nevera y compramos ropa a nuestros retoños, a los que también pudimos llevar de vacaciones pagarles másters, idiomas y demás iniciativas formativas. Nosotros no tuvimos una ambición desmedida, sino muy controlada y orientada a progresar paulatinamente sin estancarnos. Hubo prolongaciones de jornada, horas extras, trabajo en fines de semana... en fin, lo normal en cualquier oficio en aquellos tiempos. Hoy, todo eso se ve como abominable y, por ello, una de las máximas aspiraciones de las nuevas generaciones es convertirse en funcionarios, especialmente para tener un horario fijo, a ser posible de ocho a tres, y que el bolígrafo se caiga a esa hora dejando cualquier tarea, por importante que sea, para el día siguiente. El director de un conocido despacho de abogados me contaba que los recién llegados ya no valoran la posibilidad de una carrera profesional con la meta aspiracional de llegar a socio, porque eso implica trabajar muchísimo en los primeros años. A pesar de ello, es injusto generalizar porque no ocurre en todos los casos, pero si en una amplia generalidad que define la tendencia.
A lo mejor nosotros fuimos algo esclavos de nuestros trabajos, pero lo hacíamos con la intención de que los nuestros tuvieran una buena vida. Ahora, ellos quieren vivir experiencias, disfrutar al máximo, viajar e incorporar el espíritu de las vacaciones a su día a día. Que trabaje Rita, parecen pensar, sin reparar en que la bonita resiliencia que proclaman, la inventamos, en realidad, nosotros: sus mayores.
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