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Resulta sorprendente el limitado interés informativo que ha provocado estos días el trascendente anuncio de la Organización Mundial de la Salud decretando el final de la emergencia sanitaria tras la pandemia causada por el virus SARS-CoV. Este patógeno ha dejado de ser, afortunadamente, una ... amenaza para la seguridad sanitaria internacional y, en consecuencia, la enfermedad que provoca, la covid-19, pasará a formar parte de la larga lista de infecciones comunes, como la gripe y otras tantas afecciones recurrentes. El virus no desaparece, seguirá habitando entre nosotros, pero el Comité de Emergencias de la OMS ha decidido que ya es hora de abrir una nueva etapa en la gestión de esta enfermedad.
Por el camino, el maldito coronavirus se ha cobrado la vida de, al menos, siete millones de personas en todo el mundo, con la sospecha de que estas cifras se quedan exageradamente cortas al faltar muchos registros de la enfermedad. Hablamos de la mayor epidemia sanitaria que hemos vivido en las generaciones actuales, una oleada que en muy pocas semanas hizo colapsar los servicios hospitalarios de todos los países hasta el punto de restringir la libertad de movimientos de los ciudadanos en todos lados. Como la memoria es frágil y selectiva, ya parecen habérsenos olvidado aquellos interminables días encerrados en casa, un tiempo en el que la vida se detuvo, la actividad económica se paró y la peor de las incertidumbres de cernió sobre nuestro futuro mientras 15.000 personas fallecían cada día en una sucesión de horrores que es preciso tener presente por dignidad y recuerdo a las víctimas.
A pesar de esta buena noticia, hay que recordar que, hoy mismo, morirán, como ayer y como mañana, entre 500 y 600 personas en el mundo a causa de este virus. Su propagación está controlada, pero los estragos que ha causado continúan muy presentes, entre ellos la dramática afectación negativa a la economía internacional y el intolerable aumento de las desigualdades en todo el planeta. Aparte de aquellos que tristemente se fueron a consecuencia de la enfermedad, existen decenas de miles de personas que han visto trastocadas sus vidas desde el momento en que se contagiaron, son los enfermos diagnosticados de covid persistente que aún sufren trastornos en su movilidad, de tipo respiratorio, de coordinación cerebral, de corte psicológico, que sufren dolores articulares o padecen patologías serias derivadas del efecto del virus en sus organismos. Personas que todavía no pueden conciliar el sueño cada noche y experimentan aterradoras pesadillas con la imagen de su estancia en la UVI clavada en la memoria.
Lo más esperanzador de todo aquello fue la red de solidaridad afectiva que brotó en las ciudades, donde las ayudas vecinales para comprar y atender a los mayores sacó, sin duda, lo mejor de nosotros mismos. Junto a ello, el rápido proceso de investigación y fabricación de vacunas, hasta entonces inexistentes, que nos permitieron hacer frente con eficacia a un enemigo mortal. Ya no nos acordamos de la histeria de los guantes de nitrilo, ni de cómo nos embadurnábamos de gel hidroalcohólico a todas horas. Hoy, ya contemplamos como antiguas las fotografías en las que todos aparecíamos embozados con varios tipos de cubrebocas atornillados a nuestras caras. Fue todo muy desolador, muy duro y muy desagradable. Tres años después, podemos dar por finalizada la emergencia sanitaria, pero no la enfermedad ni sus posibles variantes. De momento, con permiso de los contumaces, haríamos bien en quitar de una vez la obligatoriedad de las mascarillas en las farmacias, un excepcional anacronismo singular que ya toca soslayar ante la nueva situación.
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