Sería bueno que se planteara en este país una reflexión profunda y sincera sobre uno de los términos sobre los que se ha basado la propuesta política de Pedro Sánchez y sus gobiernos con la inestimable ayuda de Podemos. Además del feminismo, el ecologismo, la ... igualdad y la preocupación por «no dejar a nadie atrás», lo que ha etiquetado este tiempo político en España ha sido el adjetivo «progresista», hasta el punto de que tal calificativo no se ha caído una sola vez de los labios del presidente y de sus ministros en todas y cada una de las apariciones publicas que han hecho en el último quinquenio, especialmente, a lo largo de las campañas electorales en las que han tenido ocasión de intervenir.
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Se ha utilizado la palabra progresista en contraposición con las propuestas de sus adversarios políticos, tildadas siempre de reaccionarias y ultradechistas. Una de las más felices metáforas que manejó Sánchez con extrema habilidad fue la del «túnel del tiempo» que supondría una victoria del PP que, al pactar con Vox, haría que España amaneciera el día posterior a las elecciones nada menos que en 1973, con Franco vivo y Carrero Blanco también. Incomprensiblemente, esa hipérbole ha funcionado entre aquellas capas de electores que, temerosos de volver a los siniestros tiempos del franquismo, se aprestaron a apoyar al actual PSOE y a Sumar como garantes de una libertad que desparecería, supuestamente, con un triunfo de Feijóo.
Cabe preguntarse qué se entiende por ser progresista aquí y ahora. Convendremos en que el avance, la evolución, el progreso, en suma, es algo positivo y necesario para desarrollar a las sociedades. Por contra, oponerse a ello es un sinsentido histórico que conduce abiertamente a las tinieblas. Así las cosas, resulta honesto interrogarse acerca de si es progresista haber trabajado conscientemente en una división radical del país y de sus ciudadanos, o tensionar y radicalizar leyes como la denominada de memoria histórica, o eliminar la sedición como delito en nuestro código penal para favorecer a los golpistas catalanes, o eliminar la malversación, o conceder indultos a presos condenados por leyes impecablemente democráticas. ¿Todo esto es realmente progresista?
¿Lo es, acaso, aceptar el apoyo parlamentario de una formación politica como Bildu que aún duda en condenar taxativamente el terrorismo del que surgió? ¿Es eso progresista? Podemos añadir si un disparate legal como la llamada ley del solo si es si, es profundamente progresista cuando tantos agresores sexuales han visto reducidas sensiblemente sus penas y otros criminales violadores han sido excarcelados en virtud de este dislate legal defendido, incluso hoy, en nombre de ese sagrado progresismo por quienes carecen de toda cualificación jurídica.
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Hacer concesiones dudosas a partidos que buscan la destrucción de nuestra arquitectura constitucional, enemigos declarados del sistema político que nos hemos dado desde la Transición, es algo que no debería incluirse en el epígrafe de comportamientos progresistas, y sin embargo así se califica desde las instancias del poder, y quien se oponga o critique ya sabe que se arriesga a ser tachado de ultra o, directamente, de fascista. Por ello, resulta pertinente reflexionar sobre si resulta progresista admitir que la futura gobernabilidad de España dependa de un prófugo de la justicia como Carles Puigdemont, que no tuvo el coraje suficiente para arrostrar las consecuencias del delito que cometió y que ahora se jacta de chantajear a Sánchez pidiendo una amnistía a cambio de su apoyo. La verdad es que, en ocasiones, la línea entre un supuesto progresismo y lo manifiestamente reaccionario es mucho más delgada de lo que algunos pueden suponer.
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