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No dejan de resultar enternecedores los intentos de nuestro flamante presidente del Gobierno por convencerse y convencernos, o al menos intentarlo, de que él representa ... el dique de contención que necesita Occidente para protegerse de los efectos de la creciente ola de ultraderechismo que nos invade. Frente a las espasmódicas firmas de órdenes administrativas de Donald Trump, Sánchez se erige como la garantía de una posición inmarcesible de progresismo a ultranza. No se sabe muy bien cómo se puede contrarrestar la incontenible fuerza expansiva del mandatario norteamericano desde un país como España, pero él lo intenta y lo proclama para que no haya duda de la némesis que quiere oponer a ese 'trumpismo' que no da tregua.
Prácticamente agotada la estrategia electoral de erigirse como adalid de las libertades frente a la extrema derecha de Vox y, ya de paso, del Partido Popular, a quien siempre mete en el mismo saco y a cuyo líder tacha de colaboracionista; el presidente extiende su guerra al movimiento político ultraconservador que avanza imparable en Alemania, Francia, Italia, Hungría o Argentina, con toda una pléyade de mandatarios más alineados con los postulados del retornado inquilino a La Casa Blanca que con las ideas del Gobierno de España. En su denodada lucha por convertirse en un referente de progreso, la ha emprendido también con los magnates que apoyan estos postulados ultraconservadores, y así en sus mítines reserva un apartado de invectivas a Elon Musk y sus compadres. Las críticas a «los ricos» siempre han funcionado bien en este país, a diferencia de otros en los que hacer dinero es un mérito que se valora de manera muy diferente a la nuestra.
En esta cruzada, el presidente no está solo, tiene a su lado a fieles escuderos del Gobierno como Félix Bolaños (ministro para todo) o María Jesús Montero, pero enfrente se encuentra al sector más hiperprogresista del Ejecutivo con Yolanda Díaz, Sira Regó, Pablo Bustinduy, Mónica García y Ernest Urtasun, que le acusan de hacerle el juego a los conservadores y de no ser lo suficientemente contundente a la hora de implantar una autentica política de izquierdas. Así las cosas, Sánchez tiene que hacer malabares para hablar con Mark Rutte, secretario general de la OTAN, y asegurarle que España va a incrementar el porcentaje de su PIB que destina a la defensa, sabiendo, como sabe, que el ala radical de su gabinete le va a echar inmediatamente en cara lo que consideran un «gasto disparatado» en capacidades militares; ellos que son tan pacifistas y alérgicos a uniformes, armamento y acuartelamientos.
Gobernar es tragarse sapos cada mañana. Que se lo digan a Pedro, que en su etapa de candidato llegó a mostrarse partidario de suprimir el Ministerio de Defensa, o a Felipe González, quien en su dia tuvo que desdecirse de aquel eslogan de «OTAN de entrada, no» para añadirle, vía referéndum, el estrambote «… y de salida tampoco». Incrementar nuestra inversión en defensa es una exigencia que nos hace la Alianza Atlántica y la Administración de Estados Unidos, que ya se ha cansado de actuar como el 'primo de Zumosol' en materia militar y de pagar la mayor parte de la cuenta mientras en el viejo continente preferimos mirar para otro lado y decantarnos por la mantequilla en lugar de por los cañones, citando el celebre dilema del profesor Paul Anthony Samuelson, uno de los economistas más influyentes del pasado siglo.
De modo que nuestro presidente es hoy el «detente bala» frente a Trump y los suyos. Otra cosa será que lo consiga. O no, que diría Rajoy.
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