Pedro Sánchez consiguió una investidura contra todo pronóstico, pero no tiene una legislatura. De la derrota hizo virtud y de la necesidad una imagen irreal de triunfo que se ha vuelto a poner de manifiesto tras su pirueta amagando con una retirada y su posterior ... anuncio de continuidad en el poder con «mayor convicción» y un «punto y aparte» en su gestión.
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En un pacto muy arriesgado, el presidente del Gobierno concitó el apoyo interesado de nacionalistas vascos y catalanes, independentistas, Bildu, comunistas de nuevo cuño y toda una pléyade de formaciones que entienden que les va mejor con el actual jefe del Ejecutivo que con una alternativa de la derecha liberal. Agitando el conocido y efectista espantajo del progresismo frente a 'la fachosfera' (hoy «máquina del fango»), revalidó su cargo tras pactar con todos aquellos que estaban en contra de un gobierno de Feijóo, previsiblemente apoyado por los inestables planteamientos de Vox. Así las cosas, en España tenemos un 'Hung Parliament', expresión inglesa que define lo que ocurre cuando ningún partido posee una mayoría para sacar adelante leyes e iniciativas legislativas. La expresión podría traducirse como «Parlamento colgado», una aritmética de votaciones abierta a infinitas posibilidades ante la que no resulta posible establecer pronósticos certeros.
La actual legislatura está condenada forzosamente a la esterilidad y a la parálisis. En ella no es factible sacar adelante proyectos de ley ni convalidar decretos de ley, hasta el punto de que ha hecho imposible, como es preceptivo, tramitar unos Presupuestos Generales del Estado, condenando al país a prorrogar los anteriores, algo que suele conducir a unas elecciones generales, como ocurrió en 1996 cuando el entonces portavoz de Convergencia i Unió, Joaquim Molins, pronunció las palabras: «Hasta aquí hemos llegado», que pusieron fin al largo ciclo político socialista de Felipe González quien, ante lo ineluctable de la situación para presentar las cuentas públicas, decidió convocar de inmediato unos comicios que se saldaron con la victoria del Partido Popular de José María Aznar.
Sánchez, como hemos visto, no se va, y tampoco se someterá a una cuestión de confianza en el Parlamento. Lo suyo es la huida hacia adelante, la política de tierra quemada estigmatizando a los oponentes como derecha reaccionaria y erigiéndose ante el país como la única solución progresista capaz de impedir el retorno a las catacumbas de la dictadura. La polarización que sufrimos nos lleva, inevitablemente, a una paralización legislativa que sufrimos a diario. Tengan por seguro que será prácticamente imposible presentar un solo proyecto de ley capaz de ser aprobado en el Congreso, más allá de la polémica ley de amnistía, ni tampoco contemplaremos una convalidación de decretos leyes promulgados por el Gobierno, ya que el precio que pongan sus socios nacionalistas a este respaldo rozará siempre el chantaje, como ha ocurrido desde el inicio mismo de este singular periodo parlamentario.
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No hay, por tanto, en el horizonte la posibilidad de acuerdo alguno. La situación resulta frustrante mientras contemplamos un trantrán que no conduce a parte alguna por las inasumibles exigencias de aquellos que mantienen a Pedro Sánchez con respiración asistida en el Gobierno. El tiempo y Puigdemont, tras las inminentes elecciones en Cataluña, decidirán lo que dura esta etapa mientras navegamos por aguas procelosas sumidos en un fluir inestable carente de sentido. Imposibilitada la acción dinamizadora del poder para transformar y mejorar la sociedad, la pregunta es qué razón existe para ocupar la Moncloa. La respuesta es obvia: para impedir la llegada de la oposición. Por eso, conviene recordar lo obvio: estar en el Gobierno no es igual a gobernar. Ni mucho menos.
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