A todo se le termina cogiendo gusto, pero las campañas electorales pueden ser una excepción. No acabamos de digerir los resultados y pactos de los comicios municipales y autonómicos del 28 de mayo cuando nos encontramos inmersos en la recta final de un proceso tasado ... cuya desembocadura en las urnas está marcada en el calendario con la fecha esdrújula del domingo 23 de julio. Con todo esto andamos ya empachados de mítines, entrevistas, actos públicos de todo tipo, promesas a tutiplén, fotografías de besos, abrazos y candidatos con niños en brazos, de lemas de campaña, marcos mentales, relatos, «storytellings», encuestas, argumentarios, análisis de politólogos, y, sobre todo, de esa sempiterna e inevitable pregunta con la que nos tropezamos cada día nada más encontramos con un amigo o un familiar: «¿Qué crees que va a pasar en las elecciones…?»

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Lo mejor es que cada cual tiene una interpretación que exhibe con la contundencia verbal de una verdad inmutable. Si todos llevamos dentro, sin ser conscientes de ello, a un seleccionador nacional de fútbol, también nos habita en ese espacio interior un fino analista de situaciones electorales. En este ejercicio tendemos siempre a confundir nuestros deseos con la realidad, pero lo hacemos con tal seguridad y vehemencia que aquello que decimos parece fruto de una sesuda reflexión de muchos años. En cualquier momento del día pones la televisión o enciendes la radio y allí te asaltan inmisericordemente los salmos responsoriales de los candidatos en cualquier tipo de programa. Antes la matraca se circunscribía al ámbito de los informativos, pero ahora los asesores, también llamados «spin doctors», recomiendan a sus clientes ocupar otras franjas más transversales que tienen que ver con el entretenimiento y el ocio. Para llegar al sillón de presidente del Gobierno, antes hay que estar dispuesto a conversar con marionetas, contar chistes y anécdotas divertidas, poner cara de bueno ante periodistas que odias y, por supuesto, a tragarte tus propias palabras con patatas fritas cada vez que el partido te lo exija en procura del bien de la organización. Como Groucho Marx, los aspirantes bien podrían decir eso tan revelador de: «Estos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros». Véase el papelón de María Guardiola.

«Como Groucho Marx, los aspirantes bien podrían decir eso tan revelaor de 'estos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros»

Todo el país es una infinita caravana electoral que recorre cada provincia vendiendo una mercancía que a veces produce sonrojo y también vergüenza ajena, anunciando una caterva de promesas, solo aptas para consumir en este periodo concreto, en el que las emociones se sobreponen a la razón para terminar votando con el corazón y las tripas en lugar de con la cabeza. Hoy mismo, los centros de trabajo de este bendito país son una sala de apuestas donde cada cual otorga la victoria del cara a cara que hemos visto anoche a su candidato favorito, como si en lugar de una confrontación ideológica se hubiera jugado un partido de la Champions League. Las caras de los candidatos nos contemplan desde una atalaya de farolas y las sintonías de cada formación nos taladran los oídos como las fanfarrias que anuncian una Arcadia feliz que tenemos a nuestro alcance con solo decantarnos por una papeleta en lugar de elegir otra. Lo mejor es que la campaña terminará, se celebrarán las elecciones, todos saldrán en televisión asegurando que han salvado los muebles y los más cafeteros se lanzarán a las calles a celebrar la victoria de los suyos. No les va a servir para mejorar su vida ni para obtener un beneficio personal, pero la fuerza de la masa electoral es así: tan incomprensible como inexplicable.

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