Hoy es la fecha. A partir de este primer día de octubre, y por la gracia y designio del camarada Nicolás Maduro, Venezuela entra de lleno en la celebración de la Navidad «como un homenaje al pueblo», según ha explicado el máximo dirigente de la ... dictadura de un país tan cercano a nosotros por múltiples lazos históricos. Es una decisión delirante que roza lo lisérgico, al igual que casi todo lo que ocurre en aquella nación, y que se refleja en las diferentes emisiones televisivas protagonizadas por los máximos referentes del régimen: el propio Maduro, Diosdado Cabello y los hermanos Delcy y Jorge Rodríguez. A fin de cuentas, cuando se manda en un país de manera omnimoda y se adoptan constantemente decisiones arbitrarias que desafían a la razón, lo de adelantar las fiestas navideñas no es sino un capítulo más en la deriva surrealista que afecta a los sufridos venezolanos.
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Abrumado por la condena internacional motivada por el pucherazo electoral que le robó el triunfo al candidato de la oposición Edmundo González Urrutia, actualmente exiliado en España, e inmerso en una deriva de detenciones arbitrarias, torturas y amenazas, Maduro y sus particulares asesores no vieron mejor vía de escape de la realidad que decretar, a partir de hoy, el inicio de la Navidad y desviar así la atención de su pueblo con una decisión tan absurda como estupefaciente. Hay que entender que en un panorama de pobreza generalizada y necesidades perentorias, la llegada de estas fiestas tiene para los ciudadanos el aliciente de recibir alimentos adicionales a los escasos a los que tienen acceso cada día. Regalar jamones, carne y frutas, como acto de generosidad del poder, busca adormecer conciencias y ayudar a paliar una situación de penuria que realmente clama al cielo. La gran mentira de las dictaduras consiste en proclamar la prosperidad en medio de la miseria, una historia repetida que sufren los habitantes de aquellos países sojuzgados por la incuria de sus dirigentes eternizados en el poder pensando que son salvadores providenciales del sus pueblos.
Los árboles con guirnaldas, las figuras del portal de Belén, los espumillones y las bolas de colores, hacen hoy acto de presencia extemporánea para justificar los desafueros de un gobierno incapaz de satisfacer las necesidades básicas de su pueblo. Sonarán villancicos y todo será una larguísima celebración «en paz y con amor», como anuncia el presidente venezolano. Y lo terrible es que cuando anunció tamaña sandez su auditorio aplaudió como si hubiera proclamado un tiempo de prosperidad y riqueza para todos. Las dictaduras pueden hacer lo que quieran sin que nadie les rechiste, incluso alterar el calendario y decretar, ¿por qué no? el inicio del verano en pleno invierno o todo aquello que se les ocurra por la sencilla razón de que no existe quien se atreva a llevarles la contraria sin ser declarados sospechosos enemigos del la nación y, en consecuencia, reos candidatos a sufrir la terrible y oscura realidad del Helicoide, la prisión y centro de torturas más temida de América Latina.
Cuesta escribir de esta estupidez de no ser porque es real como la vida misma y define, además, la irracionalidad que lleva asentada en Venezuela desde hace muchos años. Un país que fue próspero y moderno, es hoy una sociedad sometida por un grupo de corruptos e incapaces que han malbaratado el concepto de libertad y que son capaces de acusar y encarcelar a todos aquellos que no se avengan a sus inefables designios. Una desgracia sin paliativos que, tristemente, y más allá de las buenas palabras, la comunidad internacional contempla con una pasividad tan hiriente como inexplicable.
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