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Pongamos que hablamos de Madrid. Todo estalló inmediatamente después de la pandemia y desde entonces el atractivo de la capital no ha hecho más que aumentar exponencialmente. En Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Francia o Italia; la capital de España es un destino en lo universal, ... una marca de moda que ha catapultado a la ciudad como referente turístico de primer orden con su parte positiva para la economía de la región y el lado oscuro de que la urbe se esté haciendo cada vez menos vivible.
Madrid está a un cuarto de hora de morir de éxito. El centro es un permanente bullebulle de maletas en busca de los miles de pisos turísticos que han cambiado la fisonomía de la villa. A partir de ahí, encontrar sitio en un restaurante se ha convertido en una misión imposible con locales que han establecido el doble turno por decreto y han subido los precios hasta mucho más allá de lo razonable. Hay turismo extranjero y también muchos visitantes nacionales que acuden a disfrutar de un ambiente cosmopolita, ver musicales en la Gran Vía, descubrir locales nuevos y también tiendas exclusivas. Todo cabe en esta urbe donde cada vez resulta más complicada la espontaneidad y hay que reservarlo todo con una antelación rayana en el disparate.
De cinco hoteles con la máxima categoría de lujo, la ciudad ha pasado a más de quince con nuevas aperturas a la vista. Los precios son acordes al número de estrellas. La media de una habitación estándar en el Four Seasons es de 1.000 euros la noche, y está siempre lleno. El número de bares y restaurantes supera con creces los 10.000 y los locales de copas proliferan como las setas a 15 euros el gintónic. Para disfrutar de Madrid hay que preparar la cartera porque la situación ha cambiado y cualquier gran capital europea puede parecer barata comparando las tarifas de sus servicios. El tráfico se hace imposible y las calles más populares están permanentemente abigarradas. Uno se desplaza cualquier día laborable al centro para hacer una gestión y tal parece que se trate de un festivo por la cantidad de gente que inunda todo resquicio de la ciudad. Da la impresión de que nadie trabaja y de que sus habitantes se desenvuelven en una especie de fiesta constante. Ese modo de «vivir a la madrileña», exaltación de cañas incluida, le ha rendido muchísimo rédito a Isabel Díaz Ayuso, una presidenta que ha sabido mimetizarse con los sentimientos de sus conciudadanos.
Por cierto, las cañas de cerveza han desaparecido de casi todos los sitios. Como se trata de ganar más, los hosteleros han decretado el «doble» como nueva medida y, de esta manera, la consumición les resulta más rentable. Hay terrazas donde no sirven café, porque quieren cobrar más de cinco euros por cliente y eso se consigue con una oferta a precios de Nueva York. A muchos propietarios se les ha ido de las manos su ambición instalados en un «todo vale» garantizado por la enorme demanda que presentan sus locales.
A Madrid se le quiere y los habitantes se sienten muy identificados con su ciudad, pero, al mismo tiempo, temen perder el espíritu que siempre le ha caracterizado en aras de un planteamiento de capitalismo salvaje en el que se trata de facturar como sea.
Los pisos están por las nubes, y mexicanos y venezolanos, con muchísimos posibles, han tomado barrios enteros como el de Salamanca. A este paso, dentro de poco, el alma tradicional de Madrid se habrá esfumado y la ciudad será irreconocible. Estamos ante un nuevo Miami.
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