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Esta semana comenzará en el Congreso la sesión de investidura, al término de la cual se producirá la votación que pondrá fin a cuatro largos meses de interregno tras la celebración de las últimas elecciones generales. Lo dijo, haciendo de la necesidad virtud, el ... primero de los Borbones, el rey Enrique IV de Francia: «París bien vale una misa», concesión a la que se vio forzado tras abjurar del calvinismo y convertirse a la religión católica para poder sentarse en el trono. De igual forma, Pedro Sánchez podría afirmar que su investidura bien vale la impunidad de los golpistas catalanes, la amnistía, el nombramiento de un relator, la cesión impositiva y el compromiso de un referéndum. Hablamos de una claudicación que ha colmando absolutamente todas las peticiones de Puigdemont, quien ha pasado de prófugo de la justicia a rey del mambo tras haberle tocado la lotería de que sus siete votos fueran capitales e imprescindibles para asegurar la continuidad del líder socialista en la Moncloa.
De modo y manera que ya tenemos gobierno progresista en ciernes, aunque con el apoyo de Junts y el PNV el calificativo tenga que ser puesto en solfa. El cambalache que hemos vivido en Bruselas es una ignominia en toda regla que quiebra la separación de poderes; una capitulación que cuestiona la labor de la justicia y las propias bases del Estado de Derecho. Aquí se perdona todo y a todos, sanciones económicas incluidas. Los magistrados que se implicaron en la persecución del golpe del 1 de octubre quedan colgados de la brocha y la dignidad de nuestra democracia cuestionada y arrastrada por el fango. Pero da igual, el fin justifica los medios, aunque éstos resulten abominables. El huido puede exhibir que ha roto la base misma de nuestra convivencia, que es aquella que señala que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Ya sabemos que Puigdemont y los suyos, no. Ellos son superiores, impunes y amnistiables porque así le conviene a Sánchez para mantener su posición.
El presidente del Gobierno no conoce ese principio de honestidad que define a cualquier persona que no es otro que el valor de la palabra dada. Dijo que no dormiría si tuviera que gobernar con Podemos y lo hizo. Repitió seis veces que no iba a pactar con Bildu y acabó ocurriendo. También, en un debate de televisión con el resto de candidatos, afirmó rotundo aquello de «yo traeré a Puigdemont y lo pondré a disposición de la justicia», y lo que ha ocurrido es que posibilitará el retorno del delincuente con alfombra roja, banda de música y condecoraciones. ¿Cómo creer en lo que diga quien negó rotundamente la amnistía? Resulta imposible confiar en alguien que ha hecho del cambio táctico de opinión su norma de conducta. De nada han servido las reflexiones de Felipe González ni de otros socialistas sensatos. Su coro de palmeros ha estado a su lado, inmarcesible, para asegurarse las bien pagadas colocaciones de que disfruta, mientras tachaba a quienes se oponían a este dislate de hacerle el juego a la derecha, que es el comodín que siempre usan para justificar el hecho de poner a todo un Estado al servicio de su arrogante líder.
Tenemos amnistía política y económica, tenemos a Puigdemont exultante ante su descomunal triunfo y tendremos un gobierno presidido por Sánchez. Lo que no tendremos es estabilidad, porque el Ejecutivo será rehén permanente de quienes tienen la llave de la investidura. Y tampoco tendrá nuestra democracia la dignidad debida tras haber concedido aquello que nunca pudimos imaginar. Todo asombroso, sin duda. . .
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