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Uno de los misterios más intrincados de la mente humana es establecer el límite al que es capaz de llegar la maldad individual, si es que esa frontera existe realmente. Las terribles imágenes de la masacre perpetrada por los terroristas de Hamás en Israel ... ha dejado conmocionada a la opinión pública mundial. La saña con la que fueron ejecutadas personas inocentes, hombres, mujeres y niños, que pagaron con su vida el odio islamista hacia el pueblo hebreo, nos mostró una cara del horror que era casi imposible imaginar. Torturas, violaciones, secuestros, mutilaciones… no hubo piedad para ancianos ni para bebés, no existió clemencia alguna, sólo una determinación asesina de exterminio cuyas imágenes hielan la sangre. Una infamia sin justificación que ha provocado una tremenda respuesta israelí en la franja de Gaza en la que se esconden los autores intelectuales y materiales de la masacre mezclados con población civil que nada tiene que ver con los criminales que la provocaron.
Ante nuestros ojos, ahora, otro horror. Resulta imposible no sentir piedad por las familias atrapadas en la nada sufriendo unos ataques que les sitúan al borde la muerte a cada instante. Sin luz, sin agua, con los hospitales colapsados, la respuesta de Israel busca aniquilar, literalmente, a Hamás y en esa guerra aparecen las similitudes con la quimioterapia: acabar con las células cancerígenas exterminando también células sanas que no son responsables en absoluto de la enfermedad. El sufrimiento de los ciudadanos palestinos, ajenos a las actividades terroristas, constituye un aldabonazo en la conciencia global y muestra, una vez más, la inoperancia de los organismos internacionales incapaces de establecer unas reglas que aseguren corredores humanitarios y eviten sufrimientos irreversibles a la población.
El mundo es un lugar cada vez más inhóspito donde la razón parece haber sido abolida y los sentimientos ya no existen. Contemplamos atónitos crueldades terribles y comprobamos como el fanatismo convierte al planeta en un lugar cada vez peor. La esperanza es una quimera y la humanidad algo que, lamentablemente, parece estar fuera de la realidad. Lo tremendo es que acabamos por acostumbrarnos a estas desgracias que nos golpean desde la televisión, como antes lo hicimos con la invasión de Ucrania por parte de Rusia y tantos conflictos más. La adormecida conciencia colectiva internacional es incapaz de presionar eficazmente para que las instituciones competentes busquen soluciones efectivas que mitiguen el sufrimiento de tantos inocentes que están sufriendo el horror junto a los suyos, mientras piensan que cada noche puede ser la última de sus atribuladas existencias.
¿Dónde se sitúa lo justo? nos preguntamos sin obtener respuesta. Aspiramos a vivir con un futuro de certezas donde el horizonte nos permita albergar algún tipo de esperanza y comprobamos que todo salta por los aires sin que podamos hacer nada por remediarlo. Por eso, sólo nos queda la propia rebeldía interior, despertar, al menos, nuestros propios mecanismos individuales para no caer en lo acomodaticio y ser capaces de discernir el bien del mal. Son, ya lo estamos comprobando, tiempos de exterminio en los que resulta preciso apartarse de los extremismos para analizar correctamente cada situación de manera pormenorizada lejos de banderías maximalistas. Israel sufrió un ataque sin precedentes, una ignominia terrible y cruel provocada por un grupo terrorista que debe saldar su culpa, pero, al mismo tiempo, hay que saber que no todos los palestinos son asimilables a Hamás y que los inocentes no deben pagar con sus vidas y la de los suyos el ataque injustificable de unos fanáticos que se escudan cobardemente en la población. Todo es un horror.
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