Hoy es el tercer día y seguro que ustedes aún no han sentido nada. Un año más hemos llegado a ese momento en el que nos han obligado a cambiar la hora para que a las tres de la mañana sean las dos y, en ... consecuencia, la luz solar adelante el amanecer y se haga de noche pasadas las cinco de la tarde. El mundo se divide entre aquellos a los que el invierno les produce un rechazo descriptible, con su clima gélido, su oscuridad y su tiempo desapacible, y quienes disfrutan mucho en este contexto y aborrecen la luz solar a las diez de la noche, las terrazas, la vida al aire libre, la playa y el calor. Para gustos, ya saben, están hechos los colores.
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Pero volvamos al cambio de hora propio de estas fechas. Las televisiones y el resto de los medios de comunicación se han dedicado a ilustrarnos de todos los supuestos males y amenazas para nuestros organismos de esta circunstancia a la que nos sometemos desde hace más de cuarenta años sin que nos hayamos resentido nunca de una pérdida de salud.
El alarmismo y el sensacionalismo imperan en determinados canales informativos empeñados en que cobremos conciencia de lo mal que nos sienta este adelanto horario. Por eso nos hablan de disminución del rendimiento, cansancio, aturdimiento, ansiedad, irritabilidad, angustia, problemas de sueño, ausencia de apetito y toda una retahíla de supuestas desgracias que, honestamente, nunca hemos sentido por la sencilla razón de que se trata de una adaptación mínima que no se nota en absoluto, salvo que seamos de una delicadeza personal rayana en lo pitiminí. Quienes por razones personales o profesionales viajan con frecuencia a Canarias saben que añadir o quitar una hora, al aterrizar en el archipiélago o al regresar a la península, es una cuestión absolutamente menor que para nada influye en su estado de salud. Mucha gente se desplaza a diario al Reino Unido, también con una diferencia horaria de sesenta minutos, y tampoco siente nada extraordinario mientras desarrolla su vida habitual o sus reuniones de trabajo con toda normalidad.
Convertir el cambio de hora en una cuestión que ocupe espacios supuestamente informativos en los medios es una banalidad que define bien los denominados «problemas del primer mundo». Acostumbrados, como estamos, a no sufrir ni experimentar el más mínimo contratiempo en nuestras vidas cotidianas, nos hemos convertido en intolerantes ante cuestiones que merecen, todo sea dicho de paso, muy poco interés. Para una persona normal el ajuste horario es algo sin ninguna importancia por lo que no merecería ninguna acción extraordinaria. Y sin embargo, una vez más, nos sermonean a destajo advirtiéndonos de todos los males que acarrea la entrada en el denominado horario de invierno.
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Si quieren un consejo, no hagan el más mínimo caso. En un mundo complejo y lleno de incertidumbre, cuestiones tan menores como esta no deberían reclamar nuestra atención más allá de los treinta segundos necesarios para poner el reloj en hora. Cuando alguien les relate los contratiempos del ajuste, piensen en las familias atenazadas por el miedo y atrapadas bajo las bombas en la franja de Gaza o en Ucrania. Eso sí son poblemos que constituyen una amenaza dramática, y no la molestia de la madrugada del pasado domingo que algunos pretenden considerar como una catástrofe.
Seamos serios y demos gracias por vivir como vivimos. Y roguemos, de paso, porque todos los problemas a los que tengamos que enfrentarnos en la vida sean estos derivados del cambio de hora. ¿Dónde hay que firmar?
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