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El lenguaje rara vez es inocente, por no decir nunca; por no decir jamás. Las palabras: los sustantivos y, especialmente, los adjetivos, son armas cargadas ... capaces de explotar en las mentes de quienes descifran la construcción de sus mensajes con una eficacia absoluta. La clave está siempre en la reiteración. Se trata de repetir incansablemente el mismo mantra para conseguir el efecto deseado, dejar una huella indeleble en el inconsciente colectivo. Hay politólogos que se han ganado la vida admirablemente bien con variaciones analíticas de este asunto y pruebas empíricas de que la maniobra funciona. Vean si no como, para el presidente del Gobierno, sus ministros, los peones de brega socialistas y los medios afines, el PP ha perdido su nombre y ya es siempre «la derecha», de igual modo que Vox resulta siempre mencionado como «la extrema derecha». El sintagma es, desde luego, efectivo: «la derecha y la extrema derecha», así, enunciado una y otra vez, día tras día, intervención tras intervención, hasta lograr borrar las denominaciones originales de los partidos aludidos. Una obra de ingeniería lingüística realmente imbatible.
De igual modo, y para completar el paradigma, se utiliza como munición antitética la construcción «gobierno progresista». Quede claro que, cuando la pronuncian, el presidente del Gobierno, sus ministros, los peones de brega socialistas y los medios afines, se están refiriendo a un bien universal que nos ha tocado en suerte. No tenemos un Ejecutivo al uso, no, nuestra fortuna es que disfrutamos ya de un nuevo Gobierno progresista, subrayado una y mil veces, como un regalo que se opone a lo que sería sufrir la opción contraria. Una posibilidad que, según todos ellos, supondría que este bendito país retrocedería hasta la época de Franco, el almirante Carrero Blanco y el capitán general Camilo Alonso Vega. Hasta ahí nos llevaría Feijóo de la mano del pérfido Abascal, un túnel del tiempo sin libertad, sin derechos y sin progreso de ningún tipo. Así las cosas, más nos vale seguir votando a Sánchez y no preguntar demasiado. Haciendo de la necesidad virtud, el presidente recién investido seguirá ocupando el poder otros cuatro años y serán nueve de momento, porque el futuro está aún por escribir.
Pedro Sánchez se convierte de esta manera en el reelegido líder providencial que libra a los españoles de un retroceso dictatorial, aunque para conseguir este fin tenga que promulgar una amnistía después de conceder un indulto a los golpistas catalanes, borrar el delito de sedición y modificar a su antojo el de malversación; poco precio, todo ello, por tener al progreso instalado de nuevo en la mesa del Consejo de Ministros. La operación se remata de manera evidente: si usted, lector, pone reparos constitucionales a esta operación, diseñada a mayor gloria del prófugo Puigdemont, revela bien a las claras que es un fascista, ultraderechista, y franquista de tomo y lomo. Por eso, los miembros de la dirección del PSOE aplauden, lanar y mansamente, los planes de su jefe, porque ellos, que están todos bien colocados, son progresistas, feministas, ecologistas y reconciliadores que te pasas, mientras los contrarios equivalen ideológicamente a una mezcla siniestra entre Hitler y Mussolini.
Los mantras funcionan y de qué manera. Nuevo Gobierno versus derecha y ultraderecha, la fórmula es invencible, por mucho que resulte tan falsa como torticera. Con una concepción utilitarista de la política, se acomete una innoble operación justificando cualquier medio para conseguir un fin extremadamente personalista que no es otro que asegurarse la continuidad en el poder con una pléyade de antiguos y nuevos ministros. Todo, naturalmente, en nombre de España.
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