Por fin llegó la fecha. Se ha hecho largo esperar hasta hoy en un impasse que el candidato a la investidura ha intentado llenar con encuentros políticos que apenas daban para ocupar media semana. Al fin, estamos en el capítulo siguiente a las ya lejanas ... elecciones del 23 de julio en las que, contra todo pronóstico y contradiciendo a las encuestas, el candidato del Partido Popular no logró sumar votos suficientes para hacerse cargo del Gobierno de España. Se nota aun en su rictus el estado de shock, la apariencia de boxeador grogui que le ha acompañado desde que se bajó del balcón de Génova la noche de autos sin entender absolutamente nada de lo que le había pasado. Con el champán enfriándose en el refrigerador, el líder gallego vino a morir en la orilla de unos comicios que ganó pero que no le sirvieron para ocupar el Palacio de la Moncloa. Una victoria pírrica, insuficiente e inútil, que le lleva a enfrentarse a una sesión en el Congreso de la que saldrá en la misma posición en la que entró.

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Enfrente tiene a Sánchez y el sanchismo, eso en lo que ha convertido al PSOE mientras teje una red de contactos y concesiones que le permitan renovar en su cargo. Sin demasiados escrúpulos y dispuesto a todo, el actual presidente en funciones busca apoyos «debajo de las piedras», sin caer en la cuenta de que al levantar algún pedrusco puede aparecer un alacrán. De hecho, ya tiene a Puigdemont, pasándole al cobro por adelantado el alto precio de su hipotético apoyo, algo que puede traducirse como un chantaje en toda regla: utilización de las lenguas cooficiales en Europa, amnistía, referéndum, pacto fiscal para Cataluña y todo lo que convenga, que el momento es ahora.

Alberto Núñez Feijóo, con cuatro mayorías absolutas en Galicia, comprendió muy pronto la dureza e ingratitud de la política nacional. Carente de un equipo experimentado y sólido, traspasó miméticamente a los integrantes de su círculo de confianza desde Santiago de Compostela a Madrid, sin reparar en que para moverse por el foro hace falta un colmillo retorcido y unos conocimientos de estrategia sin los cuales es muy difícil alcanzar el objetivo de gobernar. Lo tuvo en su mano, acarició el poder, se vio presidente y así se lo dijeron todos sus interlocutores antes de la cita electoral. Vivió la ensoñación del éxito clamoroso en la consulta previa de las elecciones municipales y autonómicas e hizo caso, cómo no hacerlo, a los arúspices demoscópicos que le aseguraban el triunfo sin ningún genero de dudas, aunque, eso si, siempre pactando con Vox.

La desastrosa gestión de los acuerdos con los de Abascal en comunidades y ciudades, la «pájara» evidente tras el cara a cara con Sánchez, que tan bien le salió, el error de no asistir al segundo debate televisivo y el no prever la reacción heroica de sus adversarios alimentada por el inoculado miedo a la extrema derecha, le dejaron en una situación inesperada que hoy y mañana se materializará en impotencia a la hora de recabar apoyos en la sesión de investidura. La repetición electoral y el aprendizaje de los muchos errores cometidos puede ser su única oportunidad de cara a futuro. Lo de hoy es la crónica de una derrota anunciada y la constatación de que todo esfuerzo inútil conduce irremediablemente a la melancolía. Le queda solo una bala de cara a una nueva cita con las urnas y debe aprovecharla, consciente de que ya no puede permitirse seguir viviendo mentalmente en su añorado Santiago.

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