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Una de las más evidentes consecuencias de la interesada división de la sociedad, que comenzó hace años de forma irresponsable José Luis Rodríguez Zapatero y continúa con ahínco Pedro Sánchez, ha sido la extendida generalización del calificativo facha a todos aquellos que discrepen, critiquen o ... tengan alguna objeción a las políticas seguidas por el actual presidente del Gobierno; la gran mayoría de ellas, por cierto, contradiciendo sus reiteradas promesas electorales. De modo que si Sánchez dijo no a la amnistía, a perdonar los delitos de malversación, a gobernar con el apoyo de Bildu, a aceptar el apoyo de Puigdemont, a cogobernar con Podemos-Sumar, y tantas otras promesas rotas, ahora que ha hecho, justamente, todo lo contrario, aquellos que analizan sus tesis iniciales y su palabra comprometida para confrontarlas con los hechos son calificados irremisiblemente de ultraderechistas, fachas, fascistas o ya, últimamente, de franquistas inmarcesibles.
En este saco ideológico cabe mucha gente dispar e impensable a la luz de un mínimo análisis de sus trayectorias públicas. ¿Alguien podía imaginar que miembros del Partido Socialista calificaran de facha al mismísimo Felipe González? Pues así es. Además, no se quedan ahí, sino que también le tachan de gagá porque se atreve a criticar la acción de gobierno del líder supremo. Y exactamente lo mismo le ocurre al otrora «enfant terrible» de la política española, Alfonso Guerra. ¿Quién le iba a decir que con los años podía a ser visto poco menos que como Manuel Fraga o, incluso, como Blas Piñar. La lista es amplia: Nicolás Redondo Terreros, Andrés Trapiello, Francesc de Carreras, por supuesto Fernando Savater, y 'tutti quanti' que no aplauden disciplinariamente al presidente y osan cuestionar sus decisiones o recordarle, simplemente, sus múltiples compromisos incumplidos.
Hablar permanentemente de derecha y extrema derecha, resucitar a Franco, asustar con la vuelta del fascismo y erigirse como único dique de contención ante la involución del mundo mundial, no es sino un recurso fácil que, a pesar de su desfachatez, funciona admirablemente bien en amplios sectores de la población que ven en Sánchez al campeador de las libertades frente a las dictaduras imperantes, sin ser conscientes de los rasgos de caudillismo que muestra preocupantemente el dueño de la Moncloa. En su batalla ideológica, interesada y sesgada, los enemigos a batir son los políticos de la oposición, los intelectuales que piensan por si mismos alejados de todo pesebrismo, el ejecutado Álvarez Pallete en Telefónica, los medios de comunicación libres, los periodistas no sumisos y los jueces independientes. Todo es una conjura (le falta utilizar lo de «contubernio judeo-masónico», pero ya llegará) para acabar con la supuesta libertad absoluta que representa él, hoy por hoy, único referente visible del otrora plural PSOE.
Los magistrados han sido calificados como «fachas con toga» y acusados de 'lawfare', los periódicos críticos como «pseudomedios» y «tabloides digitales», la separación de poderes peligra cada vez más y todo parece reducirse a un personalísimo pragmatismo que, en procura de salvar las causas que afectan directamente a los cercanos a Sánchez, dañan la propia estructura medular de la democracia. Nadie sabe cómo va a terminar esto, pero nada augura que demasiado bien. El asalto a todas las esferas «rebeldes» de la sociedad es tal que Sánchez, Montero, Bolaños y demás compañeros mártires, parecen perder, cada vez de forma más acusada, el sentido de la realidad. La última maniobra para eliminar las investigaciones basadas en «recortes de prensa» (así no hubiera existido el 'Watergate' ni 'los papeles del Pentágono') y la limitación de las acusaciones populares, es una muestra clara de lo que se pretende: exhumar a Franco y enterrar a Montesquieu.
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