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La historia produce a veces fenómenos espejo separados entre sí por muchos años de distancia, en este caso exactamente cincuenta. Medio siglo. Cuando se produjo el hecho sucesorio, la oficialización del óbito del dictador la protagonizó un presidente del Gobierno, a la sazón Carlos Arias ... Navarro, a quien el inolvidado Cuco Cerecedo bautizó como 'Carnicerito de Málaga', por sus estragos durante la posguerra en aquella ciudad. En la mañana de aquel 20-N, su imagen ocupó las pantallas de todos los televisores del país para pronunciar con voz temblorosa y lágrimas en los ojos aquella frase que ya ha quedado para la posteridad: «Españoles, Franco ha muerto».
Ahora, lo que son las cosas, en pleno siglo XXI, es otro presidente, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, quien se propone recordarnos, a lo largo del inminente 2025, exactamente lo mismo, que aquel Generalísimo, que se instaló en el Palacio del Pardo tras la Guerra Civil, está criando malvas desde hace cinco largas décadas. Con gran satisfacción, y jaleado por los suyos, Sánchez ha anunciado que durante el año que viene vamos a asistir a una inundación de actos en ciudades, calles y plazas, para conmemorar la democracia nacida en España tras la desaparición del dictador. En concreto, habla de más de un centenar de eventos que se celebraran en todo el país bajo el epígrafe de 'España en Libertad'.
Para empezar, el cálculo está mal hecho, porque hace 50 años, tras la muerte de Franco, el Gobierno de España lo siguió encabezando el mismo presidente que tenía el dictador, Arías Navarro. Lo que habría que conmemorar no es la muerte del autócrata, sino la restauración de la monarquía que hizo posible la transformación de este país, porque la democracia, estrictamente considerada, no llegaría oficialmente hasta la aprobación de la Constitución el 6 de diciembre, de 1978. Tal parece que Sánchez ha visto la oportunidad y se ha lanzado de cabeza al aniversario sabedor de que la dicotomía «o yo o la ultraderecha» le funciona en amplias capas de la sociedad que, a veces sin estar plenamente de acuerdo con él creen que su marcha del Palacio de la Moncloa resucitaría los fantasmas de Franco, Hitler, Mussolini, Don Pelayo y el Cid Campeador; convirtiendo a este bendito lugar en un trasunto de la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo.
A estas alturas del curso parece que absolutamente todos los ciudadanos ya son ampliamente conocedores de la extinción del franquismo, también de que se trasladaron sus restos desde El Escorial hasta el cementerio de Mingorrubio (donde está enterrado Trujillo, por cierto), y de que, a Dios gracias, disfrutamos de un régimen de libertades absolutamente homologable con la totalidad de los países democráticos. Sobre esto no parece que exista discusión. Cierto es que existen nostálgicos irredentos de aquellos tristes tiempos, y también que hay partidos de extrema derecha, pero eso ocurre en Francia, Italia o Alemania y no por eso dejan de ser democracias plenamente consolidadas ni tienen que recurrir a conmemoraciones de este tipo.
Acudir al 'francomodín' es un recurso fácil utilizado en interés propio para erigirse como único garante de la libertad. Y no es así, en absoluto. Un escritor tan poco sospechoso de simpatizar con el franquismo –más bien todo lo contrario–, como fue Gabriel Celaya, lo dejo escrito en uno de sus más bellos y esclarecedores poemas titulado 'España en marcha': «Nosotros somos quien somos / ¡Basta de Historia y de cuentos! /¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos / Ni vivimos del pasado / ni damos cuerda al recuerdo». Decirlo más claro es imposible.
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