Mi compañero en CNN+, el inolvidado periodista José María Calleja, solía calificar como «esdrújulo» todo aquello que se salía de la norma habitual, la costumbre o el sentido común. Así, no habría dudado en tildar con este término a la extravagante convocatoria electoral realizada por ... Pedro Sánchez para una fecha tan inusual como el 23 de julio, con media España de vacaciones y en un puente festivo en algunas comunidades por la celebración de Santiago Apóstol. Damos por sentado que estas cuestiones menores le importan un ardite al candidato socialista que ha buscado descolocar a sus adversarios, aunque en la maniobra el despiste haya colonizado también a su propio partido.
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Tras la debacle municipal y autonómica el presidente busca una segunda vuelta, una oportunidad a la desesperada para continuar en el poder a sabiendas de que en el intento puede caerse con todo el equipo y proceder al cierre anticipado de eso que se ha denominado sanchismo. Planteada en términos de puro plebiscito, esta convocatoria a las urnas es consecuencia directa de una necesidad imperiosa y no la genialidad que algunos fieles, rayanos en el «groupismo», quieren ver en la decisión adoptada contra su propia palabra, como ha ocurrido tantas y tantas veces. Pocos políticos han sido tan infieles a si mismos como Sánchez para quien la traición a los propios principios forma parte de su ADN político. Aseguró hasta la saciedad que no iba a adelantar las elecciones y, en consecuencia, que iba a completar la legislatura porque era lo que el país necesitaba. Al final lo ha hecho, como anteriormente afirmó que no pactaría nunca jamás con Bildu («cuántas veces se lo tengo que decir») y que caería en el insomnio en el caso de gobernar con Podemos. Una tras otra, sus promesas han sido reventadas por sus actos sin despeinarse en el proceso ni sentir el más mínimo apuro. El presidente, como Groucho Marx, bien podría decir aquello de «estos son mis principios y si no le gustan tengo otros». Coherencia se llama.
Por lo que vamos intuyendo su estrategia de campaña tras el revolcón de hace diez días, va a ser apelar al voto emocional y dejar la idea en el electorado de que las únicas opciones posibles son su proyecto progresista, feminista, ecologista, social y estupendo que te pasas, o la vuelta tenebrosa del franquismo, con Vox en la Moncloa y Alberto Núñez Feijóo trasmutado en el mismísimo Donald Trump. Sucede, empero, que estas añagazas ya están muy vistas y, ocurra lo que ocurra, la ciudadanía no identifica al presidente del PP con un «remake» de la derecha salvaje que asaltó el Capitolio. Aquí se confrontan dos modelos: uno socialdemócrata, estirado hacia la frontera con el comunismo, y otro liberal de corte conservador. Los dos son legítimos y los dos pueden ganar. Lo demás son cuentos interesados para no dormir cuyo efecto ya está más que conjurado.
El país está polarizado como pocas veces. Sánchez produce un rechazo intenso en una parte de la ciudadanía y un entusiasmo inmarcesible en otra porción de la sociedad. Despierta odios furibundos y adhesiones inquebrantables. Así las cosas, abocados a unos comicios esdrújulos, sólo cabe desear que, gane quien gane, España entre en un proceso de distensión necesario y abra una etapa de racionalidad sin extremismos ni experimentos arriesgados. Lo demás es silencio. Como escribió León Felipe: «nos han dormido con todos los cuentos y sabemos ya todos los cuentos». Por eso conviene que nos ahorremos apocalipsis impostadas a la hora de votar bajo el tórrido y asfixiante sol de julio.
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