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Iñaki Gabilondo suele contar la visión de la capacidad de desilusionar que le transmitió a su yerno el mismo día en que contrajo matrimonio con su hija: «Si se trata de defraudar, cuanto antes mejor». Él también lo dice referido a su propia actividad y ... trayectoria profesional porque, como muchos otros periodistas, ha tenido que soportar a veces esa imprecación maleducada proveniente de un otrora seguidor: «Me has defraudado». Y cada vez hay más. A la extendida e insoportable saga de los 'ofendiditos', esos que rastrean artículos de opinión, tertulias y manifestaciones públicas en busca de un clavo ardiendo en el que colgar su santo reproche, se une ahora la amplia familia de los 'defraudaditos', personas que han venido simpatizando con la visión de la actualidad de algún prescriptor mediático hasta que un día han escuchado o leído un análisis que ya no cuadraba con sus rigideces mentales. En ese caso, en lugar de admitir la disensión como parte sustancial del debate público, se dirigen al opinador para hacerle saber que se sienten desilusionados porque su pensamiento no coincida ya exactamente con su personal criterio.
Los medios de comunicación son libres para expresar aquellas ideas que consideren oportunas, por eso dan cabida en sus páginas, micrófonos o cámaras a analistas que no solo no piensan de manera idéntica, sino que suelen discrepar entre si. En ese pluralismo reside la esencia de la libertad de expresión. Ese contraste de pareceres, esos enfoques diferentes de la actualidad, constituyen una riqueza que trasciende con creces los estrechos límites ideológicos que pretenden algunos doctrinarios. La pena sumarísima de redes sociales es una amenaza real para todos aquellos que ejercen su oficio desentrañando la actualidad e intentando aportar claves que puedan resultar útiles a sus públicos objetivos. El anatema es salirse del carril, opinar de manera diferente a aquel que antes admiraba al periodista y hoy se siente defraudado por su absoluta libertad para plantear los enfoques que cree más interesantes. Personalmente, suelo estar de acuerdo en ocasiones con algunos colegas cuando leo sus columnas o escucho sus intervenciones radiofónicas y televisivas, y en otras muchas me veo disintiendo de sus planteamientos. Me parece normal, lógico y saludable. Pretender imponer el pensamiento único, en una u otra orilla, es una desgracia que cada vez se extiende más en el ecosistema mediático y social de este país.
Una broma, al final de una tertulia de máxima audiencia, ha sido tomada por algunos como una agresión a las personas con exceso de peso, y sus intervinientes se han visto obligados a pedir reiteradas disculpas cuando todos sabemos que no era su intención ofender, en absoluto. Ocurre que si no lo hacen, el linchamiento en la plaza pública de internet amenaza con ponerlos en la picota y llamarlos de todo. Cualquier cosa es susceptible de ser sacada de contexto y provocar la indignación de alguien que, en plan Torquemada, no pasa una. Todos estos lindos pretenden imponer una autocensura que, afortunadamente, tiene poco recorrido en espíritus libres y profesionales curtidos. Los ofendidos y defraudados del mundo arrastran sus tristes vidas portando la escopeta dialéctica cargada y el gatillo de las redes sociales a punto de disparar. La brigada del «¡Uy, lo qué ha dicho!» navega incansable por la galaxia Gutenberg, el ciberespacio y las ondas hertzianas, en busca de presas sobre las que descargar sus atribuladas frustraciones en forma de ira, aunque esta sea impostada. La ventaja es que una vez que se defrauda, ya está todo el camino libre para seguir pensando libremente por cuenta propia. Cuanto antes mejor.
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