Aquí, en este país, encumbramos como nadie. En esto, hay que reconocerlo, somos imbatibles. Nos da igual el ámbito de actividad porque enseguida pronosticamos un futuro esplendoroso a la persona de la que se trate. Lo malo es que con el mismo entusiasmo con que ... elevamos a los altares a cualquiera, lo bajamos después del pedestal y lo revolcamos por el suelo sin cortarnos un pelo. Somos así y ejemplos hay para aburrir.
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Hasta hace nada, Íñigo Errejón era el niño bonito de la izquierda. Un líder con futuro que lo mismo aparecía en el seminal Podemos que en Más Madrid y, luego, en Más País. Un intelectual, decían. Un tipo con pinta de Pitagorín que siempre parecía hablar pidiendo un hermeneuta para descifrar sus elucubraciones mentales, «núcleo irradiador» incluido. Le jaleaba Manuela Carmena y, por supuesto, Yolanda Díaz. Se llevaba bien con los periodistas de los medios llamados progresistas y era adalid de la honestidad, el feminismo, el ecologismo, la igualdad y la política bonita. En la tribuna del Congreso daba lecciones semanales (mi colega Peláez lo sabe bien) y dirigía sus dardos contra la derecha y la ultraderecha en un ejercicio tan habitual como manido.
Ahora, desde hace cuatro días, es un juguete roto. Los que ayer le palmeaban la espalda hoy le condenan al averno mientras su nombre produce erisipela entre los más progres, ministro Urtasun incluido, que se preguntan atónitos cómo no lo vieron venir antes. Eso, algunos, porque otros dicen que era algo conocido, aunque eviten explicar por qué se convirtieron en cómplices y no hicieron nada por evitarlo. Hablamos de algo tan serio como son las agresiones sexuales. Errejón no era un sobón al uso, sino un depredador que acumula testimonios de mujeres que se han sentido violentadas y atemorizadas ante sus prácticas íntimas. Al despojarle de la careta el personaje se ha venido abajo y deja en evidencia las contradicciones alimentadas todo este tiempo. Para mucha gente ha sido un shock porque su comportamiento ataca la línea medular de una formación política que ha hecho de la defensa del feminismo su principal seña de identidad.
Solo, abandonado por todos, repudiado y con un futuro judicial por delante que puede complicársele, ya no tiene ni un lugar en el que refugiarse. Alejado de la política no parece que la universidad se pegue por sus servicios para volver al aula con jóvenes alumnas. Tampoco resulta probable que ninguna empresa o institución le requiera en calidad de asesor, ni que encuentre acomodo en una ONG, una fundación o algún organismo internacional. La caída en la que está sumido le condena irremediablemente al ostracismo hasta el punto de que tendrá que pensar en emigrar si quiere ganarse la vida. A lo mejor encuentra acomodo en la Venezuela de Maduro, a la que tanto ha defendido siempre, pero fuera de ese perímetro, lo suyo es un agujero negro de dimensiones siderales.
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Hace años, con su entonces amigo Pablo Iglesias, Carolina Bescansa, Juan Carlos Monedero y otros caídos, quiso asaltar los cielos y transformar la política con modos y maneras que prendieron entre un amplio sector de la sociedad. Aquella irresistible ascensión ha acabado malamente para casi todos ellos, y especialmente para Errejón, un incoherente andante que deambula hoy como un muerto viviente de la actividad pública. Sus evidentes contradicciones le han conducido a un abismo del que tendrá difícil salir en mucho tiempo. Un periodo en el que puede pensar en aquella celebre frase de Séneca: «Haz lo que yo digo, pero no hagas lo que yo hago».
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