Una náusea profunda, una arcada de bilis y asco, un sabor a desesperanza y pérdida de fe, una ira frustrante. Todo eso me ha arrumbado a cada golpe bajo de bulo, de táctica partidista populista, de mequetrefe metido a político tuitero zascandil, desde hace algo ... menos de dos semanas. La catástrofe de Valencia nos ha mostrado la realidad más cruda y negativa de nuestros días.

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La peor cara de unos medios de comunicación inundados de líderes de la patraña como Iker Jiménez, de columnistas vocingleros que primero disparan y después se enteran, de influmierders de Youtube. Hemos visto la incompetencia política –que habrá que depurar, basta de inútiles promocionados por estructuras de partido que premian al trepa aunque sea un analfabeto funcional–, pero también hemos padecido partidos políticos lanzados a arrimar el ascua de la tragedia a sus redes. Y tendrán premio, seguro, como lo ha tenido su adalid, Trump, porque hemos caído en esa negrura de la ausencia de confianza en el sistema, en la democracia, en lo que somos o deberíamos ser.

Salimos peores de la pandemia. Saldremos peores de la dana. Y todo seguirá empeorando porque la tecnología, en manos de gente sin escrúpulos morales, hace factible la manipulación a gran escala de una sociedad atónita y asustada por los cambios que se avecinan o que, directamente, ya están aquí. Basta con repasar la historia para comprobar que los momentos de duda social, de crisis de identidad, son fertilizante para que emerjan los líderes mesiánicos que tantas veces se han mostrado catastróficos para la humanidad.

¿Pesimismo? Más bien realismo empapado de barro.

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