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Hay clientes, café solo con hielo con leche cortado con sacarina largo de café en taza o en vaso. Hay pinchos de tortilla y mesas y camareros que van y vienen y cobran con tarjeta y saben lo que quieres solo por la cara que ... traes. Hay un paisaje familiar pero con matices, quizá con exceso de lustre y una amplitud demasiado amplia.
Lo que no hay, caí en la cuenta el otro día, son carencias. No hay apenas obreros –salvo detrás de la barra y algún periodista, quizá un bedel, un segurata, un poli, pocos–, que dejen siquiera un rastro de mileurismo acuciado. No hay inflación galopante, café solo a un euro; con pincho, dos. No hay un vendedor del cupón ni un tipo que ofrezca pulseras ni un incómodo –éticamente, como recordatorio crudo, como cuota de culpa a repartir– «deme algo, por favor». No hay mucho ruido ni muchas colas ni es difícil hacerse con una mesa. No hay un baño sin papel o sin pestillo o con pintadas obscenas o con el suelo lleno de vete a saber qué y desde cuándo.
No hay puertas abiertas a la calle. Para entrar hay que acceder por una puerta con arco de seguridad y con vigilantes de seguridad y con barrera de control de seguridad, «buenos días, venía a tal», y entonces sí, después de cincuenta metros de vestíbulo alargado de baldosa buena, sería un insulto llamarlo pasillo, ahí está. La cafetería de las Cortes. Como la de la Junta o el Congreso o el Senado o cualquier otra institución con políticos dentro.
Mundos que no son de este mundo. Trampantojos sobre la realidad. Quizá por eso es fácil acostumbrarse a ello y dejarse llevar por una ensoñación, la de pensar que fuera, en cualquier tasca bar chocolatería, tampoco hay lo que aquí no hay. Y no al revés.
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