Usted y yo hemos tenido la fortuna de nacer en España en torno a finales del siglo XX (si es del siglo XXI dudo que esté leyendo esto, pero esa es otra columna), y eso quiere decir que podemos aspirar a vivir 80 años, dicen las estadísticas ... . Y hemos tenido la desgracia de no nacer a finales del siglo XXI, cuando probablemente esa esperanza de vida haya aumentado bastante más allá de los 90, dicen los estudiosos. Ese avance continuo se debe al despegue vertiginoso –si se mira con perspectiva histórica y no a escala del individuo– de las ciencias. La medicina, la tecnología, el estudio de cómo somos y de todo lo que nos rodea y afecta. Ciencias que plantean, rebaten, discuten, experimentan, dudan, comprueban y certifican hasta que alguien llega de nuevo a plantear, rebatir, discutir…
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En este contexto de avance incontestable, las pantallitas que nos ocupan se han llenado de ignorantes osados que contestan. Juegan a ser los que nadan a contracorriente, los que saben eso «que nadie te cuenta». Y replican por cientos, como una manada que llama borrego al que cree en la ciencia, a cada mensaje de la Agencia Estatal de Meteorología sobre la anomalía de tostarnos en octubre como si fuera agosto. O sacan fotos de las estelas de vapor fumigadoras de voluntades. O encuentran 'microchís' ocultos en cualquier cosa.
Los algoritmos de las redes sociales elevan a algunos de esos ignorantes a virales, y entre ellos se retroalimentan y multiplican su efecto. Acaban por llegar a quienes, a fuerza de insistirles y sin una formación científica básica, pueden llegar a tragarse la última patochada. Y de ahí a sucumbir a un charlatán que promete curarte el cáncer con una imposición de manos por 100 euros la sesión, hay un paso y cero escrúpulos.
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