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Por fin pasó el 8M, que ya era hora. Por si no era bastante con las Águedas, ahora la modernez nos ha echado encima un día moradito y atorrante en el que solo se hace caso a las mujeres. Que si la brecha salarial, ... que si discriminación laboral, que si la conciliación imposible, que si la inseguridad o el porno o el acoso en las redes sociales… Todo es quejarse, oiga. Y venga estadísticas y manifestaciones y feminismo gritón, que luego cómo no van a tener jaquecas. Que no todas son iguales, ojo, que afortunadamente para nosotros aún quedan mujeres fetén como Isabel Díaz Ayuso, que se pregunta para cuándo, al fin, pobres, para cuándo hay un día del hombre.
Es justo, ¿no? Una reciprocidad, qué menos, para nosotros.
Al fin y al cabo, esto ya no es como antes. Cuando una mujer no podía acceder a la universidad. O cuando su marido firmaba las novelas que ella escribía y se apropiaba de la fama. O cuando su papel principal era obedecer al esposo y al cura-sacerdote-obispo o autoridad religiosa competente, que se metía en la moral y hasta en la cama, pecado va y pecado viene, para que la vida se hiciera más larga y más aburrida. O cuando no podían trabajar salvo en cosas de mujeres. O cuando no votaban.
Ahora, que tienen todo, no se les puede decir nada. Ni piropos.
Cualquiera diría que es tendencia la fotopolla o que hay vídeos 'deepfake' que convierten a cualquiera en una actriz porno o que abundan las manadas de salidos. O que la conciliación solo es cosa de ellas, como cuidar a los mayores. O que existen los techos de cristal. O que la culpa de la baja natalidad es suya, por querer estar al plato y a las tajadas. Si todo esto fuera así, aún tendrían derecho a quejarse un día al año.
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