La infancia es un kiosco de Arévalo en el que mi padre se compraba el periódico y yo, los fines de semana, cosechaba un Mortadelo de la colección Olé. Puede que los ojos hipnóticos de Magín el Mago tuvieran algo que ver en ese afán ... por acumular aquella pila de tebeos con la contraportada amarilla, en la que el precio delataba la antigüedad de cada número: 25 ptas., 40 ptas., 80 ptas., ¡100 ptas! Y a partir de ahí conocías al Botones Sacarino, o a Otilio, o a Rompetechos, pero también a los personajes de otros fabricantes de felicidad en viñetas, como Sir Tim o'Theo, las hermanas Gilda, Anacleto, Zipi y Zape, Doña Urraca, Carpanta...

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La adolescencia es el primer golpe de realidad, esos 12 años con los que le dejaste tu preciada colección de 'mortadelos' a un amigo y la perdiste para siempre. Una enseñanza con la crueldad que acostumbra a destilar la vida cuando quiere que algo se te quede grabado a fuego en el cerebro.

La edad adulta es un superhumor firmado por Ibáñez y regalado por tu santa después de horas de cola con una bebé en brazos; una colección recuperada poco a poco, con paciencia, dinero y el placer de releer a Chapeau el Esmirriau; un cómic de Paco Roca, 'El invierno del dibujante', que te aliña la nostalgia con el relato crudo del maltrato editorial a los dibujantes que te hicieron feliz; la admiración por todos los que tienen el don de hacerte reír con una tira, por los que cuentan historias con dibujos en novelas gráficas o cómics; el orgullo de padre cuando tu hija es capaz de expresar con pinturas lo que tú cuentas con palabras.

La vejez es sobrevivir a tus ídolos de la infancia. Y seguro que será siempre, como hasta hoy, con la compañía de sus personajes, los que te alegraron la vida.

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