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UNA hoja con un mensaje breve a rotulador negro, encima de la mesa central de la redacción y acompañada de tres cajas de pastas. Esa fue la despedida de C., esa mujer que se afanaba cada mañana en la tarea de Sísifo que es poner ... orden y limpieza en un lugar en el que las mesas rezuman papelotes. Una presencia invisible hasta hace poco para muchos de los que habitan este ecosistema de locos, habituados a los horarios de otros tiempos, cuando Internet era una promesa, apenas un esbozo, y madrugar era un verbo que los periodistas no conjugaban (loado sea el cielo y maldito sea Tim Berners-Lee).
Supongo que C. forma parte de ese ejército de tramoyistas de la sociedad que hacen que todo funcione aparentemente solo. Esas profesiones con malos horarios –no te digo ya los sueldos–, con trabajos desagradecidos y condenados a la rutina de, cada día, volver a empezar de cero. De entre todos ellos, que son muchos, la gente de la limpieza en las oficinas, de la recogida de basuras, de la inabarcable labor de barrer las calles, de quitar de nuestra vista lo que estropea el paisaje, tienen mi aplauso y mis gracias. También las personas que cuidan, otro trabajo que no entiende de festivos ni es una tarea con un remate, salvo el drama final. Los que atienden, especialmente los que están de guardia o a pie de ambulancia o de camión de bomberos, prestos al sobresalto. Los que vigilan para que todo esté dentro de un mínimo orden. Los voluntarios para todo, las oenegés manos a la obra. Los que conforman los entresijos ocultos de nuestro día a día, parte de un paisaje que trabaja en la sombra para que vivamos a plena luz.Y que un día se despiden con una nota y unas pastas, tan discretos como fueron.
Gracias y que os vaya bonito.
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