No hay nada más idiota que un lunes de noviembre. Por lunes, por noviembre y por lo que no hiciste el fin de semana, a no ser que mirar el cielo por la ventana para decidir si pones la lavadora se considere una actividad lúdica.

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Tras separar la ropa blanca de la de color, sentiste que los sábados de antes eran mejores. Sentiste que todo era mejor: las juergas más divertidas, las conversaciones más interesantes, los amores más salados, los tomates más dulces. Pasaste la tarde recreándote en esa ficción mientras ponías un programa con centrifugado y dejabas que la nostalgia cayera sobre ti con el peso de una manta mojada y vieja. Te entró la añoranza por lo que fuiste y por lo que no llegaste a ser, por lo que tuviste y dejaste de tener, por los lugares que habitaste tan poco tiempo: sin previo aviso, sin piedad alguna, el móvil te había lanzado a los ojos una foto de aquel ático en el Trastevere. Qué fabuloso era el ático, qué joven estabas tú, qué joven estaba él. Te dio una punzada de dolor en el costado.

La nostalgia es un camino aceptable para la destrucción propia, pero no para la ajena: en política es una desgracia, sobre todo cuando hay muchos con ganas de volver a vivir en blanco y negro. Otros, afortunadamente, lo único que quieren recuperar de aquella época es su pelo: aquel amigo tuyo echaba tanto de menos su flequillo que se fue a Turquía a hacerse un trasplante. Hace meses que no le ves; la próxima vez que te lo encuentres llevará media melena.

Terminada la lavadora, tendiste la ropa. Poco después miraste por la ventana: había empezado a llover. Lo que faltaba. Antes solo llovía cuando tenía que llover; antes también llovía mejor. Hoy es lunes y los jerséis aún no se han secado.

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