Al amparo de la luna paseé por sus calles. Todo era silencio de tierras anchas y de mustios campos recuperándose de la flama. Pero más allá del silencio embalsamado en sus recodos me llegaba, a modo de lejano mensaje, el grito inmaterial del abandono. Me alojo en la hospedería que lleva el glorioso nombre de Las Cantigas; es lugar sencillo, limpio y austero. Y desde mi ventana me pasmo ante el rosetón inmenso de la capilla de Santiago. Al contemplarlo, crece con mi vigilia la cavilación por el desamparo.
La Santa María que inspiró a aquel rey sabio, pensador precoz de la unidad europea y cristiana, es testigo de la desolación de un enclave que se sostiene de milagro gracias a una ortopedia grosera y herrumbrosa de pretinas y tornillos, percudiendo la estampa equilibrada. En una rinconera veo trozos de un facistol quebrado, antaño mulo de carga de cantorales que colgaban sobre sus propios brazos mientras se entonaba el gregoriano. Hoy, cada día, solo el arrullo cansino del palomar suena como un sinuoso martillo pilón desgastando las efigies.
Enfrente de esta joya de arte, de historia, de religión y de anécdotas camineras, se eleva impecable el Ayuntamiento, abierto por horas, pero con puerta nueva, fachada cuidada, banderas en orden y presupuesto asegurado. Y, a cuatro pasos, como confirmación del decir de Machado, me resuena a sino atroz de nuestra estirpe la exclamación del poeta: «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora». San María achica su grandeza enfermada de olvido. Rodeo la iglesia y el peso del inmenso nido de cigüeñas conmueve el esquinazo. Las traseras todavía resaltan más el encenagamiento de jaramagos.
Bastarían unos pocos peones en unas pocas semanas y la asistencia técnica de un arquitecto respaldado por modesto presupuesto para restaurar heridas, pero… ¡señor alcalde!, ¡señor obispo!, ¡señor consejero!, ¡señor ministro de Cultura...! Hay que ver, con tantos padrinos y qué poco apadrinamiento. Abran sus ojos y presten primeros auxilios al lugar. Solo consuela la asistencia que presta una mujer del pueblo, María José Román, mientras entrega folletos, caridad y paciencia a la irritación de los viajeros. Todos llegan ilusionados y parten desazonados. Moisés Payo Nevares, alcalde, haga algo. Digo, haga algo más.
Pasé por aquí hace veinticinco años y el monumento ha envejecido más que yo. Cansado por lo que veo más que por mis pies, prosigo hacia Carrión de los Condes, pero en mi retina permanece la herida. Cuánta dejadez, cuánta desidia y cuánto calvario que se hace aquí verdad en cualquier tiempo con dolor de cuaresma.
Proseguiré otro día por esa ruta de cultura, de misterio, de sortilegios indescifrables y de aprendizaje siempre. Ojalá que para la próxima vez algún samaritano, desde la Administración pública o desde la jerarquía de la Iglesia, piense que solo somos administradores temporales de estas joyas, que esperan ser legadas al mañana para el disfrute de esos caminantes futuros que nunca conoceremos.
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