La historia de España rebosa hechos que empañan nuestro orgullo patriótico y en muchos momentos nos han generado una imagen degradante para cuantos la han vivido y cuantos la hemos heredado. La última es el exilio voluntario que durante dos años se ha tenido que ... pasar en Dubái el rey emérito, Juan Carlos I, cuya trayectoria y balance político es uno de los más brillantes y fructíferos que merece la pena recordar.
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Al margen de las razones –quizás errores y deslices cometidos a lo largo de su reinado– el impacto que causó en el resto del mundo tenerle alejado de su país, al que tan bien había representado durante varias décadas y prestigiado ante el mundo, ha sido penosa. Y más cuando los tribunales que tuvo que enfrentar le han absuelto archivando las acusaciones que se le hacían. Fue una imagen pésima.
El rey Juan Carlos siempre será recordado por quien quiera ver el lado bueno de las cosas como la persona que renunció a más poderes para dar paso a la democracia y les abrió a los ciudadanos las puertas a la libertad. Es, sin duda, un éxito memorable que algunos que lo vivieron y disfrutaron ahora da la impresión de que lo han olvidado.
Pero no es el único mérito que se le puede atribuir: ya con la monarquía consolidada, algo que no resultó nada fácil, Juan Carlos contribuyó permanentemente a la recuperación del buen nombre de nuestro país, a propiciar la unidad entre todos los españoles, a estimular la modernización después de tanto tiempo de ostracismo, a abrirnos el acceso al mundo que teníamos prohibido y a contribuir de manera muy especial al desarrollo de nuestra presencia exterior.
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El rey emérito, después de ganarse el prestigio y la simpatía general, contribuyó con sus mediaciones al restablecimiento de la paz internacional y, en el terreno más práctico, a la expansión de una economía y unas empresas que se hallaban encorsetadas por la mala imagen de la dictadura a abrirse al exterior y a competir en concursos de obras con los principales competidores internacionales.
Tampoco debería ser baladí recordar la abdicación en su hijo, ya bien dotado para asumir las funciones, cuando su imagen empezaba a despertar críticas y ante el riesgo de que acabasen dañando a la institución y al prestigio del nuevo monarca. El propio padre, en un gesto muy duro, se apresuró a prestarle un nuevo servicio a España asumiendo el sacrificio de marcharse a un país lejano desde el que no se le pudiera acusar de estar ejerciendo interferencias en los asuntos internos del Estado.
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