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Va a hacer dos años que no veo a Manolo. A Manolo Alcántara. Porque un Miércoles Santo de hace dos años se fue allá donde da la vuelta el camino y me dejó más huérfano que nunca corriendo por el pinar entre lágrimas. Porque Manolo, ... desde el Rincón de la Victoria, también era esta casa. Esta casa que le entregó el Vocero en Málaga un día en que ya estaba malito, y Manolo se incorporó del lecho para agradecernos a Aganzo y al menda el viaje a Málaga.
Y me hubiera gustado pasear a Manolo por Valladolid, quizá subiéndolo en coche desde esa Castilla del Sur que es su Andalucía. Me lo imagino pasando por tesos y castillos, y adivinando en cada topónimo de la carretera un poema del Romancero, una leyenda, un noventayochismo de 750 kilómetros.
Porque yo conocí a Manolo en la plenitud de su senectud (perdón por la rima inconsciente), y por eso sé que habría hecho buenas migas con Peláez si, como a Valle Inclán, no nos hubiera fallado la época. Manolo era contraportada, era Garci, era Moreno Peralta, era Manolo el Pollero, era Valladolid y Bilbao, Valencia y Santander, Málaga y Granada. Digo «era» pero quizá vaya mejor el «es», porque ni a él, ni a Tomás Hoyas, ni a Gistau los hemos olvidado. Acaso porque lo escrito, aun en hojas volanderas, es una forma como otra de supervivencia.
Se han cumplido dos años sin Manolo, y Manolo se ha ahorrado el escribir sobre los bares vacíos, los coetáneos que se le iban y un médico mentiroso que surfeaba por Portugal. Hoy quiero, a los dos años y un día, recordar a Manolo. Y decirle aquí, en su casa, que aún peno por no haberle cogido esa llamada desde un 95240...
Vivir, él lo diría, es ir coleccionando ausencias.
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