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Nosotros, los españoles, en general, venimos de una estirpe que ha crecido con la adversidad a sus espaldas, como Cervantes. Unos procedemos de la gleba; otros, de talleres, de fábricas, de las minas. Los menos, del comercio, de la enseñanza, de la sanidad o ... de la Administración. Algunos tuvieron que hacer las maletas y buscar el pan cruzando el charco o en países prósperos que no hablan nuestra lengua. Pero siempre hemos mirado hacia adelante con el ánimo alto.
Sabemos que hay que cavar muy hondo para sacar agua del pozo. No vivimos en un paraíso. Somos un pueblo acostumbrado a madrugar. No queda otra si queremos levantar una casa para hacer de ella un reino confortable. Eso hicieron nuestros padres y, antes que ellos, nuestros abuelos. Sin sudor no se lleva el pan a la mesa. El trabajo, el sacrificio, siempre estuvo ahí, formando parte de la genética. Por supuesto, también la holganza, los momentos para la canción y la dicha, para el juego y la mesa. Hemos conocido la necesidad, a veces, incluso, la humillación.
Pero hemos llegado aquí no solo por nuestro esfuerzo, también por el impulso colectivo de eso que, con llaneza, llamamos pueblo. Todos hemos empujado del carro. Al fin, antes que árboles solitarios en una llanura, formamos parte de un bosque. Una barcaza gigante nos lleva. Para doblegar la furia de un toro se necesitan muchos brazos. Este año nos ha pasado un huracán por encima que se ha llevado por delante a algunos de los que estaban a nuestro alrededor, a los más frágiles. Cuántos sopapos y cuántos duelos silenciosos.
No es esta época para cobardes ni para imprudentes. Pero no podemos estar dándole vueltas a las calamidades, removiendo el cieno. Hemos de mirar hacia adelante con esperanza. Se ven las primeras luces en el horizonte. Ha llegado el momento de apretar las manos, de salir al patio y, haciendo corro, cantar las eternas canciones infantiles que arrastran consigo ecos de esperanza; hemos de echar miguitas de pan en el arroyo que corre desbordado para que no haga daño. Nunca fueron tan necesarios los poetas, los cineastas, los cuentistas, los cantantes.
Es el momento de mirar lejos, de coger carrerilla y pensar que ya queda menos, que no queda nada. Y no sólo por nosotros, también por ellos, por los que se fueron. Y por los que, mucho antes de que esta tormenta enceguecida nos arrasara, sufrieron el frío de las madrugadas del que hablaba Claudio Rodríguez.
El frío ha de quedar atrás; ahora se atisban los primeros rayos de una primavera dichosa por más que acabemos de inaugurar el invierno. Necesitamos la alegría como el pan; hay que aguantar un poco más. Ya no queda casi nada. Ánimo, pues.
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