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La pregunta de un tertuliano el martes pasado en el programa de Julia Otero en Ondacero inspira esta carta. ¿Por qué debemos pagar a alguien para que viva en el campo si no quiere vivir en el campo? La formulaba así, exactamente en estos términos, ... un profesor del IESE, Javier Díaz Giménez, durante el debate que mantenía con la veterana periodista y Gonzalo Bernardos, también economista, sobre a semana de tractoradas y protestas de agricultores y ganaderos vivida en buena parte de España. Díaz se mostraba muy crítico con el sector y Bernardos, muy comprensivo.
En el diálogo, de unos diez minutos, aparecieron muchos de los ángulos, aspectos y argumentos que llevan creando y acrecentando el problema del campo y el medio rural desde hace décadas. La burocracia, la competencia desleal, la falta de digitalización, la soberanía alimentaria, los precios, los costes, la cadena de valor, los mercados de importación y, al final, la raíz del asunto: sin agricultura ni ganadería nuestro medio rural muere deshabitado. Y eso, en Castilla y León, es cosa seria. Porque Castilla y León es campo, es rural… Y es enorme.
Javier Díaz es evidente que no sabe qué es un pueblo, para qué sirve ni cómo es su sociología. Por eso no sabe que hoy muchísimos agricultores no viven en los pueblos, sino en las ciudades o núcleos urbanos de tamaño medio. Algunos veteranos reconocen incluso que ya se ven incapaces de arar sin el GPS del tractor, de lo bien que han interiorizado los avances tecnológicos. No es un problema de vivir o no en los pueblos, pues todo el mundo quiere los servicios y comodidades de la ciudad, sino de que los pueblos se mantengan activos y generen riqueza gracias a un trabajo que les es propio y que no es deslocalizable, el relacionado con la agroganadería. Sin explotaciones que permitan vivir de ellas, cientos de municipios de España están condenados a la muerte en pocos años. Se convertirán en auténticos pueblos fantasmas.
Esa riqueza no es fácil sostenerla ni conservarla frente a aumentos de precios de la energía como los de los últimos años ni frente a competidores externos que, con reglas distintas a las nuestras y mucho más laxas, no solo de tipo ecológico, también laborales, inundan las estanterías de los supermercados. Preguntemos a todos aquellos que contratan jornales cómo valoran las sucesivas subidas del salario mínimo No es fácil hacerlo con poca agua, de la que llueve y de la que se embalsa. No es fácil hacerlo en un ámbito intermediado por mercados y lonjas de precios, intervenido por un cada vez más complejo marco regulatorio, sometido a la concentración creciente de las grandes distribuidoras. No es fácil asumir pagos por dejar en barbecho la tierra porque eso descapitaliza a la larga el patrimonio de los pequeños productores, que dejan en herencia a sus descendientes cargas, impuestos y problemas, no un medio de vida…
Tampoco es fácil mantenerla, dicha riqueza, si se cree que el mundo no ha cambiado, que la ciudadanía aceptará pagar el valor real de esa soberanía alimentaria, más cara lógicamente. Es decir, por el precio real de los productos en función de los costes y no por lo que determine la libre competencia. Ni si se renuncia por mero prejuicio o individualismo cerril a un crecimiento constante del tamaño de las cooperativas, a su fusión, su profesionalización máxima y su eficiencia y competitividad. Ni si se olvida que el proteccionismo agrario no llegaría solo, pues implicaría que otros actores mundiales apliquen la misma receta a nuestros vinos o nuestra industria, por ejemplo.
Como siempre, la vida, el mundo, la economía, todo es mucho más complejo de lo que parece. Las tractoradas no las protagonizan cuatro privilegiados que viven del cuento. Tampoco Bruselas lleva años dirigiendo una política de rentas agrarias solo para arruinar a los profesionales.
Habría que tomar conciencia de que, como siempre, lo que afecta a los agricultores nos afecta a todos. Lo que afecta a las ciudades, a los puertos, a las costas, a las montañas, a los ríos, los desiertos, a los auxiliares administrativos, a la prensa, a los funcionarios, a los oficiales de albañilería, a los del norte, a los del sur… nos concierne a todos. Todos nos cocemos en la misma sartén. Pero esta aspiración parece un sueño, un imposible. Tengamos en cuenta que vivimos en un mundo en el que todo un profesor de una de las principales escuelas de negocios a escala internacional se pregunta, sin pestañear, por qué hay que pagar a alguien para que viva en el campo.
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