Trump escupe contra el viento
Carta del director ·
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«La administración de EE UU pronto se dará cuenta de que recuperar el país industrializado de hace unas décadas no será posible»Desde el miércoles, he leído decenas de artículos, análisis y opiniones sobre la tormenta arancelaria desatada el miércoles por el presidente de Estados Unidos, Donald ... Trump. Quizás una de las descripciones más certeras sobre lo ocurrido es una que hallé del economista estadounidense Douglas Irwin en The Economist: «El señor Trump es un hombre del siglo XX que preside una economía del siglo XXI y que quiere retrotraerla al siglo XIX». El mismo experto en comercio internacional aportaba un detalle práctico para criticar la decisión. Con esta escalada irracional, decía, «¿está Washington preparado para imponer y gestionar 2,6 millones de tasas arancelarias?» Mucho lío, si además Elon Musk no hace más que despedir funcionarios…
En muchos de esos textos se explican las tremendas consecuencias que para la salud de la economía mundial, y particularmente para la americana, va a causar este terremoto. Las bolsas se han despeñado, dirigentes de todo el mundo han respondido con graves discursos sobre lo que algunos han calificado 'El día de la ruina', los portavoces de Vox han balbuceado su reacción desde un trumpismo que deberían abandonar cuanto antes y de manera rotunda, como Meloni. Y Pedro Sánchez ha movilizado 14.000 millones y diseñado una campaña de publicidad para proteger el producto autóctono. Entre tanto desastre, más que justificado por otra parte, hay algunas claves o aspectos que me llevan a observar lo ocurrido con moderada serenidad y formular este otro análisis, uno más, sobre aranceles.
En primer lugar, porque existe un consenso total respecto al perjuicio sin matices que para todas las economías del mundo, particularmente para la americana, desatará una guerra arancelaria. La economía es una ciencia y, como tal, establece leyes. Igual que opera la ley de la gravedad, lo hace la de la oferta y la demanda. Y en la misma medida actúan todas aquellas tesis y estudios que explican por qué en el mundo globalizado actual una batalla comercial causará pobreza y recesión. Insisto: particularmente en Estados Unidos. Un ejemplo. Trump plantea aranceles lineales del 20% a Europa, duplicando ese 10% que ya tenía descontado el mercado. Un arancel es un impuesto como otro cualquiera. Es dinero pagado, en este caso al Gobierno de los EE UU, para que un producto pueda cruzar la aduana. Es, por tanto, un coste que influirá en otra ley económica básica: subir el precio reduce la venta. Ese impuesto se paga en dólares. Pero resulta que, justo cuando Trump muestra la tabla de aranceles, la divisa americana comienza a depreciarse. Lo ha hecho en un 3% aproximadamente frente al euro en un par de días. Automáticamente, los aranceles lineales del 20% a Europa se han convertido en aranceles del 17%, pues tres puntos los ha diluido el mayor valor del euro.
En segundo lugar, porque la administración Trump pronto se dará cuenta de que recuperar el país industrializado de hace unas décadas no será posible. El siglo XXI no es el siglo XX. Ni parecido. Será como volver a meter la pasta de dientes en su tubo, algo impracticable. El Detroit lleno de plantas automovilísticas de los años ochenta desapareció para siempre. Y aunque él no lo quiera ver, y además le dé igual, los operarios que le acompañaron en su comparecencia de la Casa Blanca sí lo harán. Y no les dará igual. De hecho, debería fijarse en la tranquilidad con que China, que posee buena parte de la deuda de Estados Unidos, inmensa por otra parte, está gestionando esta crisis. China alcanza acuerdos con Corea y Japón y no se exalta. Me decía el directivo de una gran empresa de Castilla y León: los chinos están encantados con Trump porque el mandatario del pelo amarillo está apresurando el cambio del eje del poder económico mundial hacia Asia.
En tercer lugar porque, siempre que Europa no cometa el error de responder con la misma moneda, ya se ha concretado la amenaza que el presidente estadounidense había descrito en su programa. Eso anticipa un entorno más cierto, pese al dolor que pueda llegar a causar. Ofrece un punto de partida sobre el que países y empresas pueden empezar a trabajar. Hay oportunidad de intensificar las relaciones con Mercosur, existen modos de responder a Trump que no signifiquen, vía aranceles recíprocos, un aumento de los precios y la inflación en Europa. Y sobre todo, se abre un nuevo horizonte en el que, con toda seguridad, Estados Unidos perderá protagonismo. No sé hasta qué punto el pesimismo y las profecías del desastre expresadas por todos los mandatarios esconden un punto de medida sobreactuación. De hecho, el mayor temor de todo aquel que, desde España, envía producto al otro lado del Atlántico es que Trump reaccione a nuestra respuesta con mayores subidas arancelarias. Si se queda en un 20%, vía ajuste de los márgenes, compartidos con los agentes importadores, el precio final para el consumidor no tiene por qué sobrepasar un aumento del 10%. Eso reducirá las ventas, lógicamente, pero no expulsará nuestros productos del mercado. Y dará tiempo para encontrar alternativas a medio y largo plazo.
Y en cuarto lugar, porque España debería alegrarse de que EE UU nos haya considerado a toda la UE como un único actor, cuando la competitividad industrial, productiva y económica son muy diferentes entre Alemania y España, pongamos por caso. Si Trump hubiese aplicado el 10% a Italia o Francia, ahora estaríamos pensando qué hacer con los miles de litros de vino que no podríamos colocar en las cartas de los restaurantes de Washington. En ese sentido, es buen momento para que las voces políticas que reclaman subidas del salario mínimo, rebajas de la jornada laboral, exenciones fiscales, impuestazos sectoriales sin otro fin que el recaudatorio o ignorar la necesidad de ganar pulso armamentístico se lo hagan mirar. España tendría que aprovechar esta tormenta para darse cuenta de en qué mundo habitamos y con quién lo compartimos.
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