En el prólogo de su 'Historia mínima de España', Juan Pablo Fusi sostiene, nada más comenzar su relato, que «España se explica y se entiende únicamente a través de su historia. En palabras de Max Weber: solo se puede saber lo que somos si se ... determina cómo hemos llegado a ser lo que somos». Unos pocos párrafos después añade que «la historia, y también la de España, es siempre un teatro de situaciones».
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Suelo releer este breve volumen, publicado por primera vez en 2012, porque me permite relativizar nuestras agonías presentes. Y siempre ofrece pistas, inspira curiosidades y corrige vanidades.
Hoy lo recupero porque esas consideraciones que mencionaba antes encajan a duras penas con un presente histórico delicado donde los haya y con la posibilidad de que en el futuro alguien pueda hacerse una idea cabal que determine, ya sea aproximativamente, qué sucedió estos años en nuestro país para llegar a lo que lleguemos dentro de otros pocos.
Y ello es así no solo porque en la actualidad solo cuenta el 'teatro' de los acontecimientos, muy por encima de las 'situaciones'. Ni solo porque, en palabras del presidente Sánchez, la realidad ahora somete a la verdad en un dogma armado con altas dosis de soberbia que a mí me acongoja: «La verdad es la realidad», dijo en una entrevista para El País. Y un pimiento. Es tanto como asegurar que la justicia es este ejército. No solo, también y fundamentalmente porque no queda un ápice de respeto a la responsabilidad cívica y pública. Por tanto, pasa lo que Zarzalejos expresa en una de sus últimas columnas de El Confidencial, aludiendo a Orwell, sobre la técnica que utilizan el presidente del Gobierno y sus portavoces: «Todos ellos han absorbido un patrón dialéctico que les permite saber lo que es verdad, pero contar una mentira, manejar dos opiniones sabiendo que son contradictorias y repudiar la moralidad desde la moralidad misma. Esta impostura argumental crea una virtualidad permanente que al Gobierno le permite ir sobreviviendo penosamente al ahogamiento de sus contradicciones para arañar al calendario una jornada más en el poder». Lógicamente, Zarazalejos opina sobre cómo se está enmendando la ley de (auto)amnistía para, cuántas veces van ya, introducir en la ecuación eso que nunca iba a introducirse en los supuestos amnistiables: delitos de terrorismo.
En El País del jueves pasado, un editorial seguía pidiendo, por enésima vez, pedagogía al Gobierno, único error que parece reprochable para la cabecera de prensa líder en Madrid, o sea, la falta de explicaciones. Lo paradójico, lo desopilante, es que uno de sus columnistas, Daniel Gascón, satisfacía la reclamación del periódico en las mismas páginas de opinión: «Gracias a la creatividad del Gobierno de progreso, España será un país pionero en distinguir entre el terrorismo bueno y el malo (como el colesterol), el blando y el duro (como el turrón), el cuqui y el desagradable». En eso estamos. Y en lo del muro. ¿Cómo será posible, pues, que, dentro de un tiempo, las generaciones postreras puedan contar lo sucedido sin experimentar la sensación de que este 'teatro de situaciones' es básicamente un campo de minas, de que no hay suficientes fuentes solventes, libres de manipulaciones, sectarismos ni militancias? Muy difícil.
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Luis Landero, que acaba de sacar novela, se extendía con esta reflexión el viernes en una entrevista para El Mundo: «La degeneración de la política española es un caso de estudio. Si uno mira el paisaje político de España, advierte que es un melonar, como decía Unamuno. Es muy fácil verlo ya desde el lenguaje, que se ha contaminado del mundo de la publicidad. Sus discursos se construyen con mensajes breves, impactantes, con frases que no necesitas pensar porque son ingeniosas e indiscutibles. Hoy en día, todo político huye de la posibilidad del matiz, del diálogo. Y, en parte, eso nos lleva a la radicalización en la que vivimos, absolutamente desquiciante. Desencuentros como estos recientes entre los partidos nunca han existido en este país de esa manera tan brutal, habría que remontarse a los años 30 o por ahí para buscar un precedente».
Esta semana me preguntaba Lourdes Maldonado, periodista que conduce las tardes de RNE y que retransmitía desde Valladolid con ocasión de la entrega del premio de periodismo Miguel Delibes, que este año recibió Mara Torres, si alguna vez me pregunto cómo lo haría el novelista, director de El Norte en los sesenta, en mi lugar. En nuestro lugar. Muchas. La última vez que lo he hecho ha sido para cuestionarme qué sucedería si al maestro le hubiesen convertido en parte de algo tan ridículo como la 'fachosfera' o como el 'socio comunismo bolchevique' y qué haría en tal caso. Como también me pregunto cómo harían hoy las cosas, cómo interpretarían y contarían la actualidad en el marco mediático y político actual, destacados referentes del oficio como José Luis Lera o Ángel María de Pablos, compañeros de la casa de quienes por desgracia hemos tenido que contar su pérdida estas semanas. Difícil, de nuevo.
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Tengo claro que, de un modo u otro, los tres, Delibes, Lera, De Pablos, se empeñarían en actuar de buena fe, en la profesionalidad como guía y brújula, en defender la cordialidad, la verdad, la renuncia, en huir de la bronca y abrazar la empatía. No conozco otra manera de ser periodista que derrumbando muros, aunque caigan chuzos de punta.
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