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El martes fue registrada en las Cortes regionales la proposición de ley de Concordia de Castilla y León. Al margen de otras consideraciones políticas o partidistas, relacionadas o no con el pacto de legislatura que alcanzaron PP y Vox para poner en marcha el Gobierno ... de Mañueco, me quiero detener en una paradoja o contradicción. Hablo de la exposición de motivos de esa propuesta y del preámbulo de la Ley de Memoria Democrática, de 2022, a la que se propone adaptar la norma regional.
Dice la proposición de carácter autonómico que «con la Constitución de 1978, que fue refrendada abrumadoramente por el pueblo español, se puso fin al enfrentamiento y se consagró la concordia entre los españoles y el entendimiento para resolver las discrepancias por vías democráticas». Se consagró la concordia. Añade poco después: «Después de cuarenta y cinco años de democracia hemos cultivado una rica tradición histórica y democrática que nos permite establecer una relación sólida basada en los valores constitucionales y los derechos y libertades fundamentales. Nuestra sociedad está comprometida con una cultura de paz, y la convicción profunda de que el respeto mutuo es el cimiento sobre el cual se construyen nuestras interacciones y nuestro futuro colectivo» Respeto mutuo, futuro colectivo.
El preámbulo de la Ley de Memoria Democrática se expresa así: «El despliegue de la memoria es especialmente importante en la constitución de identidades individuales y colectivas, porque su enorme potencial de cohesión es equiparable a su capacidad de generación de exclusión, diferencia y enfrentamiento. Por eso, la principal responsabilidad del Estado en el desarrollo de políticas de memoria democrática es fomentar su vertiente reparadora, inclusiva y plural». Cohesión, reparación, inclusión, pluralidad. Y continúa, más adelante: «Esta ley persigue preservar y mantener la memoria de las víctimas de la Guerra y la dictadura franquista, a través del conocimiento de la verdad, como un derecho de las víctimas, el establecimiento de la justicia y fomento de la reparación y el establecimiento de un deber de memoria de los poderes públicos, para evitar la repetición de cualquier forma de violencia política o totalitarismo». Justicia y verdad contra la violencia política o el totalitarismo.
A lo mejor soy yo, que me obsesiono inútilmente con la enormidad de nuestras incoherencias como sociedad. A lo mejor es porque no me conformo. O porque tiendo a sospechar de todo lo que sea expresado con grandilocuencia. A lo mejor es que debemos aceptar que nuestro momento histórico lo protagoniza una apisonadora de argumentarios (que no argumentos) compartidos por mensajería móvil; eso que decía Sánchez de que «la verdad es la realidad». ¿Pero a nadie le llama la atención el choque tan tremendo que existe entre toda esa palabrería preñada de valores eternos y el triste espectáculo diario, tozudo y miserable, que nos da nuestra dirigencia política en sus discursos, con sus prácticas chulescas dentro y fuera de las instituciones, de exclusión, rechazo absoluto al consenso, al diálogo, al debate público focalizado en el interés general? ¿De qué nos sirven todas las leyes de memoria, de concordia, de vida democrática, de reconciliaciones de todo tipo si nuestros principales líderes se afanan un día y otro en cavar trincheras cada vez más profundas, en elevar alambradas identitarias, emocionales, intelectuales…?
Soy muy pesimista con la marcha de nuestro modelo de convivencia. No es previsible que de todo lo que llevamos viviendo en los últimos años salga nada bueno. Más bien un colapso. En algún momento llegará un buque de mercancías desgobernado, como en Baltimore, y de un solo toque, en pocos segundos se nos desmoronará el invento. Decía Sergio del Molino que los países son ficciones que funcionan mientras nos las creemos. Pues bien, podemos creernos perfectamente, incluso compartir, una idea de lo que fuimos en el pasado y, al mismo tiempo, alimentar inclementes, incesantes, inconscientes, un proceso autodestructivo que arruine nuestro futuro más pronto que tarde.
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