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ESTE último Tour de Francia lo ha ganado uno de los ciclistas más sosos –con permiso de Induráin– que se han vestido con un maillot amarillo a lo largo de la historia. El danés Jonas Vingegaard es parco en palabras y gestos. Sonríe porque cuando ... uno gana etapas como la contrarreloj de Combloux no le queda otro remedio. Pero detrás de su cara de Macaulay Culkin, de esos ojos azules y esa piel clara, de esa espalda chupada y ese mentón cincelado en granito se esconden la fuerza, la concentración y el instinto asesino de una orca. Igual que le pasaba a Induráin, pero en este caso con 1,75 de estatura y solo 60 kilos de peso. El campeón de Villava lo ha dicho muchas veces: su mente, desde el comienzo de la temporada, únicamente maceraba una idea, un lugar y una fecha. París, finales de julio y de amarillo. Todo lo demás sobraba. Así logró cinco de esos preciados jerséis, consecutivos. Es el único que lo ha logrado. Sin abrir la boca. Sin darse importancia. Y por supuesto, sin despistarse un segundo de lo que hicieran Bugno, Rominger, Zülle ni Chiappucci.
Pues bien, yo creía erróneamente que Alberto Núñez Feijóo sería algo así, pero en política: un ciclista danés, un piloto finlandés, un velocista jamaicano, un ajedrecista ruso, un central serbio, un cocinero japonés… Un tipo desconfiado, frío, directo, inteligente, consciente, en este caso, de la compleja tarea que supone siempre arrebatar el poder a quien lo ostenta. Creía que un hombre acostumbrado a ganar como él, plantado en Génova después de una abrupta crisis interna en el PP, tendría claro qué hacer para gobernar, que es para lo que se participa en unas elecciones, no solo para ganarlas. De hecho, en el par de ocasiones que he tenido oportunidad de verle en persona, incluso de hablar con él, he podido constatar que se maneja mal en la autocomplacencia, que huye del victimismo y que rechaza cualquier signo de relajación. Hasta que arrancó la campaña electoral de estas últimas elecciones. El PP se ha comportado el último mes como si fuese la selección de baloncesto de Andorra (que no sé si tiene).
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A lo largo de los últimos meses he criticado algunas de las estrategias de Feijóo. Lo hice con el famoso tema de los gobiernos de la lista más votada o cuando, a modo de madre de todos los desastres, entregó la cuchara a Vox en Extremadura como lo hizo. A María Guardiola le faltó invitar a cañas a todos los afiliados de Vox del túnel de Miravete para allá. Nunca se reconocerá, pero ambas cosas inciden en dos flancos muy delicados si hablamos de políticos: la debilidad y la claridad. Con lo primero te muestras inseguro e incoherente, y frágil, porque además haces todo el rato justo lo contrario de lo que pides. Y con lo segundo, con el famoso vaivén de pactos con Vox sí o no, hasta aquí o hasta allá, desorientas a tu electorado y encima alertas y activas al del adversario.
Pero entonces, ¿qué debería hacer ahora Feijóo? Me refiero, además de recuperarse del susto y poner muchos más retrovisores en el coche, cuando circule por Madrid especialmente. Pues yo haría tres cosas: aceptaría la derrota con deportividad, haría un ejercicio demoledor de autocrítica y realismo y, en tercer lugar, me concentraría en una estrategia para gobernar cuando se presente la oportunidad. No solo para salir en la tele diciendo que he ganado las elecciones.
Eso implica, respecto a lo primero, dejar que el PSOE y Pedro Sánchez gestionen lo que, a todas luces, es la única matemática posible de gobernabilidad, la del potaje de socialdemocracia, extrema izquierda e independentistas de todo pelo. Si no sale, la repetición de elecciones –cuando se produjese– sería consecuencia de la impericia de Sánchez, que es quien ha verbalizado la idea de reeditar una mayoría «de progreso» como la que tiene en este momento. El artículo 99 de la Constitución no obliga a casi nada, sintetiza el procedimiento sin demasiado detalle. No menciona que el candidato que proponga el Rey deba tener apoyos garantizados ni que no pueda rechazar el ofrecimiento, como hizo Rajoy, ni tampoco que deba haber ganado las elecciones.
Lo segundo obliga a reconocer que uno no puede salir a jugar un partido armado solo con estadísticas, pensando que no te van a pitar penaltis, que los balones al poste entrarán siempre, que tu portero caza todos los centros y que los defensas del equipo contrario se apartan en el cuerpo a cuerpo como si fuesen carmelitas descalzas… Por ejemplo, fue un error descomunal (señalado por muchos analistas) no acudir a un debate a cuatro y dejar que Abascal, Díaz y Sánchez dibujaran el perfil del ausente. Y otro mayor aún comprar la idea de que en España se reacciona igual contra la extrema izquierda que contra la extrema derecha. Que son extremos equiparables. Es evidente, hoy más que hace una semana, que no lo son para millones de españoles.
Y por último, lo tercero, gobernar, exige lo más difícil: rotundidad, coherencia y nitidez respecto de Vox. Es lo más difícil porque apareja sacrificios, paciencia y renuncias. Y a eso no está acostumbrada nuestra dirigencia. Cero acostumbrada.
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