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Me encantaría hablar de otras cosas, pero sé que quien decide acercarse a estas páginas y leer este artículo lo hace porque le preocupa la actualidad del debate político y, en particular, todo lo relacionado con las negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno y el pacto con los independentistas, con la amnistía y otras condiciones de tipo económico en el centro del tablero. Ahí van algunas claves.
Nada justifica, ni ahora ni nunca, el acoso ni el escrache a nadie, político o no político, menos por razón de sus ideas. Por eso debería condenarse rotundamente toda forma de expresión violenta o agresión verbal. Lo de Ferraz no son solo legítimas manifestaciones democráticas, libertad de expresión en vena, y el PP hace bien al orillar esos métodos y Vox y sus líderes no deberían abonarse a la versión más ultra de la formación de súper derecha. Es signo de debilidad. Como cuando Pablo Iglesias, tras la victoria en Andalucía de Moreno Bonilla, gritó lo de 'alerta antifascista'...
La periodista leonesa Marta G. Aller lo expresaba así en El Confidencial: «Cuando parecía que ya no podía pedir más, que todo le sonríe, todavía sopla otro viento a favor de Puigdemont. [...] Un brindis por cada carga policial en las protestas no autorizadas contra la amnistía. ¿Puede pedir más Puigdemont? ¡Sí! Que los que protestan contra la amnistía griten: '¡Con los moros no hay cojones!'» Vox se enfrenta a la dificultad de diferenciarse como 'la derecha aguerrida' en un debate, el de la amnistía y el resto de condiciones asumidas en el acuerdo del PSOEcon Junts, en el que votantes de todo el centro derecha y buena parte del centro izquierda comparten irritación con similar intensidad, por lo que su mensaje ahora va a quedar relegado a un segundo plano. O al ámbito de la radicalidad más cafre.
En el PSOE y Sumar deberían calcular hasta qué punto lo que han pactado con Junts, ERC, Bildu, BNG y PNV es grave, es sensible, necesita un mayor consenso o supone una rendición absoluta de la dignidad del país y una fractura notable en la conciencia cívica ejemplar que debería practicar nuestra clase política. Sergio del Molino se expresaba así en El País esta semana: «Ahora, quienes nos oponemos a la amnistía podemos ser asimilados con magistrados partidistas y con hooligans que ondean banderas con el aguilucho».
Otro escritor, José Luis Pardo, se refería en el mismo diario el lunes pasado a otro ángulo del relato: «Tras haber perdido el PSOE parte de su equilibrio constitucional en 2018 al coaligarse con el populismo y apoyarse parlamentariamente en el secesionismo, el resultado de las elecciones generales de 2023 le ha llevado a [...] tener por 'represión' franquista las acciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo en defensa de la Constitución y, en definitiva, a convertir en mera apariencia la democracia española desde 1978 hasta nuestros días, abriéndose la puerta a algún tipo de amnistía (ese mecanismo que, según decía Carl Schmitt, se utiliza para poner fin a una guerra civil) para todas las víctimas del franquismo pijo, cuya legión aumenta a marchas forzadas».
Estamos en esas, en cuestionarnos si este país merece tragar con este revisionismo histórico, por la anomalía de una negociación que se ha cocido en Bruselas con un prófugo de la justicia y por la indecencia de entregarlo todo –porque es lo que se ha hecho– a cambio de no se sabe muy bien qué. Bueno sí, lo pone el acuerdo: el sillón de Moncloa para Pedro Sánchez. Como si no hubiera alternativa. Como si todos los que vivimos lo sucedido en 2017, incluida la huída de Puigdemont, no hubiésemos visto con nuestros propios ojos lo que pasó, cómo pasó, de quién fue la responsabilidad, por ejemplo, de que deslocalizaran sus sedes sociales decenas de grandes empresas catalanas… Va a costar que, como incluye el acuerdo, muchas de ellas vuelvan a Cataluña. Zarzalejos daba en el centro de la diana: «El Gobierno y el PSOE, en este caso, han de ser conscientes de que están sometiendo a la sociedad española en su conjunto a unas dosis insoportables de humillación. Las negociaciones en Bruselas con un prófugo de la Justicia, responsable último del golpe constitucional de 2017 en Cataluña, para capturar el voto de sus siete diputados y sacar adelante la investidura de Pedro Sánchez, son una indignidad que no se consentiría en ningún país democrático».
El PSOE y Sumar saben que juegan con fuego porque no solo negocian con los indultos a condenados, no maniobran con la legislación, no especulan siquiera con los dineros, lo que hacen es algo tan delicado como forzar a la desmemoria, al perdón sin juicio de todo un país a gentes que, como el dirigente de Junts y otros, obligó a intervenir al Rey. Ese grado de emocionalidad implica riesgos considerables para la convivencia no ya entre territorios, sino en cualquier contexto personal. El director de La Vanguardia, Jordi Juan, verbalizaba esta semana su temor a la falta de acuerdo, pronto satisfecho: «La oposición a la amnistía está cada vez más presente: en la calle, con manifestaciones en las sedes socialistas; en los órganos de justicia, a los que les ha entrado de golpe la prisa para imputar a los líderes independentistas antes de que sean amnistiados, y en la opinión pública y publicada, donde el ruido conservador se convierte en alarido». Pero Ignacio Varela daba en el clavo. Así: «El partido de Puigdemont, convertido por un capricho aritmético en punta de lanza del bloque anticonstitucional, obtendrá de este negocio varias victorias del máximo valor estratégico: un Gobierno central permanentemente sometido a sus exigencias para sobrevivir, un Estado español debilitado por el multichoque entre todas sus instituciones, una sociedad española escindida en dos facciones irreconciliables y –quizá lo que más le interesa– la ocasión de recuperar el liderazgo del nacionalismo en Cataluña a costa de ERC».
El tema de la quita de la deuda importa porque la sociedad, por muy adormecida que se encuentre, u ocupada en sus cosas, recuerda cómo han cambiado las cosas desde la gran crisis del 2008. Y lo de las finanzas y la creación de un tercer concierto económico especial como el de Euskadi y Navarra, un truco de trileros que afortunadamente las comunidades no están comprando, tangibiliza a la perfección el precio de la subasta y las recurrentes diferencias entre ciudadanos de unas y otras comunidades.
Garrocho decía en una columna en ABC: «A la gente no le duele la eventual antijuridicidad de la amnistía, sino la injusticia que la inspira. La mejor intuición se la escuché a un señor mayor desayunando en el bar cuando expresó de forma sumaria la voladura del Estado de derecho que supone el precio de la investidura de Sánchez: la ley, dijo aquel hombre veterano, es para los pobres. No se puede resumir mejor. La amnistía es injusta porque excepciona el sometimiento de los ciudadanos ante la ley en beneficio del actual Gobierno y de una élite corrupta». Pensar que algo así va a digerirse sin reacción alguna es desconocer muy mucho la naturaleza humana y el carácter de los hispanos…
Conviene recordar que, como lo que se pacta en estos momentos es el intercambio de la nada, siete votos, por el todo, la humillación, casi parecería preferible que Pedro Sánchez, el PSOE, Yolanda Díaz y Sumar fuesen directamente a la negociación de un referéndum –o dos, uno para Cataluña y otro para el País Vasco– de autodeterminación. Ni la amnistía ni todo lo demás propician ningún reencuentro, ni siquiera en Cataluña, sino que crispa más, retuerce el duodeno de millones de ciudadanos de todas las ideologías y, sobre todo, acelera la fractura de España. Si vamos hacia ello, si finalmente tendremos que ver que una comunidad o varias se desgajan en forma de república o como se quieran llamar, ¿a cuento de qué amnistiar a nadie ahora? Que el PSOE, también el de Castilla y León, el de Valladolid, el de Murcia, el de Toledo, el de Badajoz, diga a las claras que no solo no es español, sino que hará lo posible para que Cataluña o Euskadi se desconecten como les plazca. Esto lo pagaremos usted y yo, no le quepa duda. Por último, pensemos en una cosa. Si todo sale como prevén los independentistas, esto no ha hecho más que empezar. Es solo el principio. Lo próximo doloroso, que tendremos que aguantar todos desde el otro lado del mando de la televisión o nuestras pantallas de móvil, en las portadas de toda la prensa nacional e internacional, será la llegada triunfal, vía aeropuerto del Prat, de Carles Puigdemont. Si lo de ahora, una parte de las capitulaciones, se despacha con gas lacrimógeno, ¿qué sucederá cuando Puigdemont salude a las cámaras desde la cabina de un airbus que, suavemente, tome tierra en Barcelona?
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