![Que nos apadrinen los catalanes](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/06/19/1482179243-kqLG-U220489120897cZF-1200x840@El%20Norte-ElNorte.jpg)
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El último esfuerzo legislativo serio para resolver el problema de la financiación de los servicios públicos que prestan las administraciones autonómicas se hizo en 2009, ... con la reforma de la LOFCA. Desde entonces, por la crisis financiera y su digestión, por la pandemia y por la inestabilidad política en general, lo cierto es que este aspecto esencial para cualquier sociedad, el de sostener un modelo de gestión económica de lo público, poco a poco se va convirtiendo en España en un monstruo de 17 cabezas al que nadie le quiere meter mano. Nuestra dirigencia guarda tantos problemas debajo de la alfombra que, al final, confundimos la alfombra con una montaña. Y la integramos en el paisaje. Los problemas escondidos bajo ella ni desaparecen ni se resuelven.
Hablamos de cosas muy básicas, las que plantean los artículos 156 y 157 de nuestra Constitución: cómo pagamos, con autonomía y solidaridad por parte de los gestores responsables, nuestros hospitales, nuestras escuelas, nuestras carreteras o las becas de los estudiantes.
Junto a todos los obstáculos propios de las penurias económicas, regularmente aparecen los agravios, los recelos y los privilegios. En nuestro país existen dos modelos básicamente. Uno es el de País Vasco y Navarra, de origen histórico, reconocido en la Constitución, que concede plena autonomía a esas comunidades para recaudar impuestos y obliga a un pago al Estado pactado para sufragar las cuentas generales del país: aeropuertos, ejército, embajadas, deuda pública... Es lo que llaman el cupo vasco, por ejemplo. Y el otro es el del régimen común, que afecta al resto de las comunidades de manera similar, con unos márgenes de diferencias tasados que cada gobierno define según le parece. En este caso, hay una parte de los impuestos cedidos, como la mitad del IVA, pero la mayoría los recauda y liquida la Agencia Tributaria. El más importante es el de la renta, donde existen los tramos autonómicos. Además, existen fondos de compensación y solidaridad entre territorios, pues no todos tienen las mismas capacidades de obtener ingresos ni idénticas necesidades de gasto. Poblaciones envejecidas y dispersas son más caras, en términos sanitarios, que las jóvenes y concentradas. Y por otros mil motivos.
Como resultado, un murciano, un navarro, un extremeño y un palentino pagan distintos impuestos por el simple hecho de ser residentes de una u otra comunidad. Ahora estamos debatiendo la petición de los partidos catalanistas de asumir el modelo de Navarra y País Vasco, cosa que rechazaron en 1980, por cierto, y la respuesta del Gobierno de Pedro Sánchez a esa exigencia es que aplicarán un modelo singular. De partida, para la investidura ya lograron el compromiso de ver condonada su deuda en 15.000 millones de euros. Y ya entonces se discutió mucho sobre el hecho de que no podía ser que tales reclamaciones se definieran en función del deseo de una de las partes, sin someterlas al menos al escrutinio y consenso de todas las comunidades implicadas.
Conviene aclarar algunas cosas. No tributan los territorios, sino las personas, los contribuyentes. Y salvo quienes defraudan al fisco, todos lo hacen justamente y según ley. No hay ciudadanos con superávit y ciudadanos con déficit fiscal. Nada le debe un extremeño, un burgalés ni un riojano a un catalán, un balear, un vasco o un madrileño. Como un leridano no se lo debe a un barcelonés ni un asalariado que pague un 20% de irpf le debe nada a otro que pague un 30%… Todos los discursos que abundan en este mensaje de españoles de segunda y de primera por lo que aportan o dejan de aportar, el famoso esquema de las balanzas fiscales, es mezquino, falaz y excluyente. Lo use quien lo use.
Más. Nadie suele reclamar autonomía financiera si no es porque le sobra el dinero. Eso lo demandan las comunidades ricas, nunca las pobres. Sucede igual en las familias, en las comunidades de vecinos, en las cuadrillas de amigos, entre los ayuntamientos con más o menos recursos. Por tanto, el privilegio de la autofinanciación no se debe a la norma, sino a las condiciones de autosuficiencia que le preceden y lo permiten.
También es bueno recordar que resulta ridículo defender la autonomía de reducir impuestos, como hace Castilla y León, por ejemplo, o Madrid, y luego criticar, desde postulados liberales, la posibilidad, tan legítima como lo anterior, de una hacienda foral en Navarra o País Vasco. En sentido similar, ruboriza que algunos ministros o dirigentes de izquierdas rechacen eso que llaman dumping fiscal de Madrid y luego defiendan un modelo singular para Cataluña. Un 18% del PIB de España, que es lo que pesa la economía de Cataluña, no puede gestionarse por separado, como tampoco el PIB de Madrid, porque entonces nos convertiríamos de hecho en un confederación de estados. Ni desde el PSOE ni desde el PP deberían juguetear, desde ningún punto de vista, con estos mensajes. Solo crean distancias y diferencias. Y nos hacen más pequeños, no más grandes.
Todo lo anterior, para lo que no preveo soluciones en el corto ni medio plazo, se resume en la máxima de que en España cada presupuesto autonómico responde únicamente a su propósito particular, cada vez existen menos voces que apuesten por sacrificios compartidos, igualdad y solidaridad. Y por tanto, y por desgracia, cobrarán cada vez más protagonismo, en todas partes, voces como la de quien fue consejera de Economía con Aragonés, Natàlia Mas, que en noviembre pasado en una entrevista en La Vanguardia decía: «La solidaridad de Cataluña puede llegar al 4% del PIB, no al 10% actual». Semejante expresión egoísta se parece mucho a otra de 2008 de un concejal de Torredembarra, Luis Suñé, que instaba a apadrinar niños extremeños con mil euros para mostrar la solidaridad catalana. Qué asco de supremacismo, de verdad. Racial, económico, cultural o lingüístico, da igual.
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