Javier Muñoz

Aquella amnistía

«Una cosa es que el enjuiciamiento del pasado en términos penales esté vedado, y otra bien distinta es que no haya daños y perjuicios pendientes de reparación, tomada esta expresión en sentido deliberadamente amplio»

Jesús Quijano

Valladolid

Domingo, 28 de noviembre 2021, 08:54

Muchas voces se dejaron oír, y con muy distinto matiz, a propósito de una enmienda, presentada por los dos grupos que integran el Gobierno de coalición, a la nueva Ley de Memoria Democrática, que se está tramitando actualmente en el Parlamento, en cuyo texto se ... incluye una mención expresa a aquella Ley de Amnistía, que lleva fecha de 15 de octubre de 1977. En las opiniones manifestadas hay de todo: representantes cualificados de los grupos enmendantes que han expresado criterios distintos sobre el alcance de la enmienda; testigos directos de la gestación y aprobación de aquella Ley, que han recordado, a veces con emoción y con nostalgia, las circunstancias de entonces y el significado de aquella decisión; juristas que han valorado la eficacia real que tendría la aprobación de la enmienda. Si uno recopila ese conjunto de opiniones, cosa que he intentado hacer, y añade la suya propia, que la tengo, seguramente no podrá evitar una cierta sensación de confusión, alimentada en este caso por los propios enmendantes: se afirmó, de un lado, del de Podemos, que con la enmienda se pondría fin a la impunidad, haciendo expresa mención a los delitos cometidos durante la dictadura, y de otro, el del PSOE, que la enmienda no cambiaría nada de la situación legal preexistente. Por supuesto, las reacciones del resto del arco parlamentario eran previsibles, y bien conocidas: abarcan, en síntesis, desde la «venta de humo» de ERC, hasta la «traición al espíritu de la transición» de Ciudadanos, pasando por la mención al «uso, una vez más, del comodín de Franco», que alegó un portavoz del PP.

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Convendrá, pues, aclarar algo más, y en los términos en que sea posible, los términos del debate, que, con toda claridad, tiene dos dimensiones bastante distintas, una jurídica y otra política.

Desde el punto de vista jurídico, la cuestión ofrece pocas dudas, creo yo. La citada Ley, aprobada en el periodo que transcurrió desde las primeras elecciones de 1977 hasta la aprobación de la Constitución, tenía un amplio alcance: pueden repasarse sus primeros artículos, que enumeraban los actos y delitos que quedaban amnistiados, y su artículo sexto, que declaraba extinguida la responsabilidad criminal derivada de las penas impuestas o que se pudieran imponer con carácter general o accesorio, para hacerse una idea de la voluntad que la inspiró. No había en ella distingos, porque no era una amnistía selectiva, de manera que produjo efectos en todas las direcciones. Sería difícil releer hoy las intervenciones de los portavoces en el pleno del Congreso de aquel 14 de octubre de 1977 (las de Marcelino Camacho y Txiqui Benegas en especial, por su significación) sin comprender la emoción con que fue aprobada. Las crónicas dicen que a la votación (340 votos a favor, 2 en contra y 8 abstenciones) siguió el aplauso más largo escuchado en la Cámara hasta entonces, y probablemente después, tal vez con la única excepción de la aprobación de la Constitución. Es curioso: aquella amnistía no fue un acto de magnanimidad de los vencedores, como a veces ocurre; era una reivindicación de los perdedores, largamente aclamada en las calles (¡¡«libertad, amnistía, estatuto de autonomía»!!), requerida por la izquierda y aprobada por todos, con clara voluntad de reconciliación, de superación del pasado y de recuperación de la democracia.

Más recientemente, en 2002 y 2004 respectivamente, España suscribió el convenio internacional que declara que los delitos de lesa humanidad ni prescriben ni pueden ser amnistiados y el Código Penal incorporó tales delitos de forma expresa. Precisamente, lo que la enmienda en cuestión propone es que «todas las leyes del Estado español, incluida la de amnistía, se interpreten y apliquen de conformidad con el Derecho internacional humanitario, que establece que los crímenes de guerra, de lesa humanidad, de genocidio y de tortura no prescriben ni pueden ser amnistiados». Tal redacción, bastante equívoca, ha podido llevar a pensar que se abría una puerta al enjuiciamiento de delitos del pasado, como así lo proclamó alguno de los enmendantes, que seguramente desconocía, o no recordaba, los principios fundamentales del Derecho Penal de las democracias (me refiero a los principios de legalidad, seguridad jurídica, irretroactividad de normas sancionadoras no favorables, etc.), pensados para evitar la arbitrariedad, y que, por suerte, nosotros tenemos recogidos en el artículo 9, 3, de la Constitución. Así lo han declarado también los tribunales, incluido el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, cuando han tenido ocasión de pronunciarse al respecto.

Desde la perspectiva jurídica, no hay mucho más que discutir; así lo creo, como creo que los argumentos en tal sentido son suficientemente contundentes, salvo si se quiere confundir caprichosamente el pasado y el futuro, o sea, lo revisable hacia atrás y lo enjuiciable hacia adelante. El propio hecho de que la enmienda ni modifique, ni anule, ni derogue, la Ley de Amnistía de 1977 es bien significativo y harían bien los promotores si unificaran la explicación.

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Cosa distinta es la dimensión política del asunto, menos constreñida por las reglas; porque una cosa es que el enjuiciamiento del pasado en términos penales esté vedado, y otra bien distinta es que no haya daños y perjuicios pendientes de reparación, tomada esta expresión en sentido deliberadamente amplio. En muchos casos son daños morales que se prolongan incluso más allá de las generaciones que más directamente los padecieron; en otros se trata de la conveniencia, que no excluye otra obligación moral, de compensar la privación de bienes y derechos, aún a sabiendas de que la restitución directa está en muchos casos dificultada por la prescripción o por la protección registral de terceros.

El temario a incluir en un catálogo razonable de cuestiones que deben abordarse en un proyecto definitivo de pacificación de la memoria, llámese histórica o democrática, hace tiempo que está bien definido: culminar hasta donde sea posible la recuperación de restos indignamente desperdigados en montes, descampados y cunetas, porque hay en ello una deuda humanitaria con las víctimas y sus descendientes, incluso más allá de la deuda política; revisar, aunque tenga ya un efecto más simbólico que jurídico, actos y decisiones producidas sin la más mínima apariencia de legitimidad; reparar perjuicios injustos, devolver buen nombre y dignidad a quienes la merecen, incluso en los callejeros. Y, por encima de todo, explicar la historia con rigor. Son cosas que pueden hacerse sin activar rencores, sino todo lo contrario; tal vez bastaría con recuperar, trayéndolo a la actualidad, aquel espíritu con que se aprobó aquella amnistía, tras aquellas primeras elecciones democráticas, entendida como paso previo para facilitar aquel pacto constitucional que, de momento, nos ha proporcionado la mayor etapa de convivencia pacífica en nuestra historia más reciente. Ya sé que no es fácil; ojalá no fuera imposible.

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