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Cuando un castellano del norte, de Medina de Rioseco, baja al Sur de Castilla, a eso que llaman Bética, todos los milagros son posibles. Y eso hizo Carlos Amigo Vallejo, todo corazón, en aquella ciudad ensimismada que era Sevilla donde la pobreza quedaba tapada por ... los oropeles.

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Amigo Vallejo era en Sevilla algo así como un Fernando III sin armadura o un Cachorro al que se le hablaba de tú. Yo lo recuerdo de saraos de los cristianos menos dogmáticos: una sonrisa, una alzacuellos, un chascarrillo de esos que sólo surgen de haberse embebido de Sevilla. Fue enterrado ayer en la magna Catedral sevillí, que es panteón y pudridero de los grandes próceres de Castilla que en este mundo fueron: así en la espada como en la Cruz.

Dará su cuerpo terrenal a la eternidad junto a la Virgen de los Reyes. Nada hay más hispalense, pero es que este buen hombre, rotundo, de ese ramillete de genes que van de la bonhomía a la sapiencia y en el que entraba el médico marañoniano Pedro Aparicio, hizo mucho por esa Valladolid rociera que es Sevilla. Mi último recuerdo, digo, fue en una noche calurosa en una fiesta de la Revista 'Reinado Social', donde uno escribió algunas cosas. Cantaba un tal Miguelín, un Sabina de los círculos católicos. Y allí andaba el hombre, con su vaso de vino y su mirada santa.

Desde que apenas tuve uso de razón vi en él eso tan machadiano, tan certero y tan manido, de «en el buen sentido de la palabra, bueno». Quizá en la mirada, en la templanza riosecana, en un aura de franqueza de hombre alto, de cura con facciones más suaves que Fernán Gómez, que era así como todos los curas. Incluyendo a mi tío.

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