El poder es reconocidamente una pasión de intensidad variable que aqueja fatalmente a todos quienes encaminan su vida a colmar la afición a mandar. En teoría, los buenos políticos no deberían caracterizarse por esta pulsión sino por el deseo de servir. Y en esta dicotomía ... se mueve todo el proceso político, en el que a fin de cuentas se intenta detectar a individuos con visión, inteligencia y bagaje que, gustándoles ejercer el mando, sepan conciliar después ese liderazgo con una idea arraigada y magnánima de servicio público.
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Viene esta introducción a cuento del pleito que ha entablado Isabel Díaz Ayuso, joven y brillante presidenta de la Comunidad de Madrid, quien bien aleccionada por su mentor el veterano Miguel Ángel Rodríguez realizó una campaña impecable en torno a la pandemia y se llevó el gato al agua frente a un PSOE municipal y espeso que dio por perdida la batalla de antemano. Aquella victoria, con un PP nacional en horas bajas y en manos de un liderazgo débil y vacilante, ha excitado al parecer la ambición de poder de la lideresa madrileña, quien ahora quiere proclamarse cuanto antes presidenta del PP capitalino, pese a que la organización ha fiado tal elección para más adelante.
De lo cual se desprende una conclusión obvia: si Ayuso deseara ser tan solo presidenta madrileña utilizaría una táctica de seducción en Génova. Pero al plantear el asunto como órdago hay que entender que aspira a bastante más: lo que realmente está en juego no es Madrid sino el liderazgo del partido en el Estado.
Y quien no lo vea es que está ciego.
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