Si le preguntaran hoy por qué arde la selva a mi amigo Amadeo, el último taushiro en el poblado de Intuto (Amazonia peruana), reclamaría la maldición del tunche, el espíritu errante de los muertos malvados que buscan víctimas en la foresta para redimirse. Él me ... enseñó a chamuscar su chacra sin que el fuego causara una devastación mayor a la del terreno de su huerto junto al río Tigre, exiguo plantío de yuca y plátanos para consumo cotidiano. El fuego quemaba con mucha dificultad la maleza, las débiles llamas no lograban consumir los troncos de los árboles y la hojarasca ardía hasta que la lluvia torrencial inundaba aquella frondosidad al caer de la tarde. - La selva es un gigante muy difícil de vencer, musitaba el taushiro Amadeo, mirando extasiado el perfil selvático de aguajes y papayales que rodeaban su chacra.
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Arde estos días la selva amazónica por los cuatro costados, siete millones de kilómetros cuadrados repartidos entre nueve países, una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta de donde sale la quinta parte del oxígeno producido por la vegetación lujuriosa que ha convivido con el fuego hasta ahora según el equilibrio natural impuesto por la fortaleza del gigante verde, su capacidad de recuperación, la escasa población que lo habita y los métodos humanos y materiales incapaces de aniquilar su exuberancia. En esa convivencia milenaria con el monstruo callado vivieron los nativos de ese territorio inmenso, atentos siempre ellos a los suspiros del bosque: una tala de árboles masiva, la mortandad repentina de tortugas charapas, la formación de meandros y el estiaje excesivo de los ríos anunciaban las estaciones y también el peligro de supervivencia en sus orillas. Hasta hace medio siglo, cuando la primera fiebre de colonización agraria atacó la integridad de los bosques amazónicos en el Mato Grosso brasileño, el reloj de la selva obedecía con puntualidad a su maquinaria precisa, y el fuego era un aliado más del agricultor o el ganadero para quemar cada año su terreno de cultivo, limitar la invasión selvática y abrir caminos entre poblaciones sepultadas bajo el exceso de aquella densidad vegetal.
Hace sólo un siglo, los geógrafos y los caucheros eran los únicos personajes forasteros interesados en la exploración y en riquezas de la Amazonía. La cosecha del látex y las expediciones por los riachuelos de la densa red fluvial colmaban las ambiciones y llenaban las páginas de las revistas ilustradas con el exotismo de la vida y la muerte en aquellas selvas recónditas escenario cruento de tragedias humanas y también de opulencia ciega, como la conservada hasta hoy en las arquitecturas de Iquitos y Manaos. La dureza de la vida entre ríos caudalosos y bosques impenetrables, sin otra ley que la impuesta a tiros, la sabiduría antigua de sus habitantes y la ambición sin límites del hombre inspiró un cine de desventuras que proclamó a héroes dudosos y asesinos crueles, como el explorador cauchero Fitzcarraldo.
Tuve la fortuna de visitar aquellos parajes de la tragedia y ser discípulo, después también amigo, del padre Villarejo, misionero agustino y hombre sabio en la geografía de aquellas junglas. Durante dos décadas y a golpe de remo, él midió a cordel hace ochenta años las cuencas de los ríos amazónicos secundarios, cuando aún no habían logrado ingresar en los mapas oficiales. He aquí la predicción del fraile, testigo excepcional de aquel mundo amazónico, escrita en su libro 'Así es la selva', publicado en 1943: «Es un error el imaginarse que esta selva será el granero de la humanidad, que atesora recursos agrícolas inconcebibles, que tiene un terreno feracísimo, donde basta desparramar la semilla para recoger el mil por uno; que no da más porque el indígena es un indolente…».
Ya no quedan indígenas en la Amazonía para cerrar el paso a la catástrofe. Desde el año 1970, cuando el fuego devastador y la invasión de agriculturas foráneas atacaron sin piedad a los bosques que beben el agua del gran Amazonas y su entramado fluvial, se ha perdido la quinta parte de los 4 millones de kilómetros cuadrados de vegetación. No forman parte de la estadística los pequeños incendios de las chacras, pero las llamas avanzan sin ningún control: unos 100.000 incendios forestales se han contado en Brasil durante el último año, un 80% más que el año anterior. Con la llegada al poder de Jair Bolsonaro y sus promesas de privatización de la selva en favor de la minería y la agricultura, el control del plan agrícola de deforestación ha saltado por los aires. Para el presidente brasileño, la ecología y el respeto al medioambiente son sólo asuntos de oportunismo político: un año antes de presentar su candidatura a la presidencia, abandonó el Partido Ecologista Nacional, al que secuestró cambiándole su nombre por el de Partido Patriota, al servicio de la 'bancada agrarista' que patrocina la invasión de la selva. El cambalache populista de Bolsonaro no tiene límites a la hora de señalar responsabilidades de esa catástrofe. Sostiene que los culpables de los incendios son los grupos ecologistas, su conspiración en busca de venganza, y no perdona a quienes le advierten del desastre: ha calificado de «sensacionalista y colonialista» al presidente francés Enmanuel Macron por haber colocado en la agenda del G-7, reunido en Biarriz este fin de semana, el peligro que corre la Amazonía a causa de la dejación del gobierno brasileño.
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La Amazonía funciona como un regulador atmosférico a escala planetaria. Quedan apenas tres millones de kilómetros cuadrados de selva amazónica y esa máquina meteorológica se colapsará antes de 30 años. Ante tal tragedia medioambiental, provocada por las modernas tecnologías agrícolas que destruyen todo cuanto no sea beneficio, sólo nos queda creer en el vaticinio del misionero Villarejo, profeta lejos de su tierra zamorana: «La mala hierba crece inmediatamente con pujanza tropical; si se abandona un par de meses, la chacra se convierte de nuevo en selva impenetrable». Con la ayuda del hombre y la prohibición de esas agriculturas de la muerte, aquel paraíso encontrará quizás su propia salvación.
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