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Marceliano González Alconada -Marcelo de La Mandarra- ha muerto en Pamplona mucho antes de lo que le tocaba. La Wikipedia emocional de este país debería contar cómo hace muchos años -no recuerdo ya cuántos-, Marcelo sacó una mañana unos bancos y unas sillas a la ... trasera del restaurante para dar de almorzar en plena calle a un grupo de corredores de la Cuesta de Santo Domingo en San Fermín. Construyó a partir de ese gesto un imperio improbable de emociones y de amistades que hoy sigue en pie para llorar su pérdida.
En el principio había una mesa, un par de bancos, y Marcelo. En aquellos días de almuerzo casi adánico, llegaban los corredores de la Cuesta con sus rodillas desolladas, sus raspones y sus ganas de vivir y allí, sentados en la quietud fresca, estrecha y profunda de la mañana de la calle Lindatxikia de Pamplona jugaban a reestrenar la vida por quince euros el cubierto, que es lo que han puesto para la esquela de Marcelo: una esquela de menú. El secreto de San Fermín es que después del encierro, la vida es nueva pues con el cohete se muere, pero sobre todo se nace. No sabremos si esta noche cenaremos en el infierno, pero sabíamos que aquella mañana, almorzaríamos en La Mandarra con Marcelo y que las manicas, los huevos con magras, las albóndigas y el tinto con gaseosa sabrían como los primeros que hubiéramos probado nunca. Hubo última cena, y también había primer almuerzo después de poner a cero el contador del corazón ante la manada de Cebada Gago en la pared derecha de la Cuesta -«No sabe qué es emoción / quién no ha corrido el encierro»-. Marcelo, menudo, nervioso y amable, leía la carta que siempre era la misma y reinaba en aquel mundo de abrazos y de pan para untar en la salsa en que uno se sentía tan a salvo y donde lo único que te podía pasar era que te cagara una paloma desde el alero. ¡Qué risas hacíamos cuando pasaba!
El mundo aquel era elástico como un corazón y Marcelo lo mismo te ponía cubierto para cinco que para treinta. Poco a poco, las mesas fueron creciendo con gente que se unía de pronto y sin saber cómo, se sentía parte de aquello, que es en lo que consiste San Fermín. Nunca faltó un sitio. Nunca faltó un plato. Nunca faltó una sonrisa. Con el tiempo, llegó a juntarse muchísima gente: los amigos de los amigos, los niños, un primo con resaca, un niño de teta, alguien que venía a traerle a alguien un antiinflamatorio, un ligue, lo que fuera. Se puede relatar una década de almuerzos en una concatenación de chistes, ataques de risa, trompazos, cochecitos gemelares, siestas encima del plato, cornadas y abrazos; ya sabes, la vida en el mejor de los casos.
Un día, Marcelo nos confesó que había sido sordo, y que, de pronto, ya no. Un 14 de julio, con la rutina del verano apuntándonos a las sienes, Miguel nos contó que estaba malo y que al año siguiente, si seguía en este mundo, pagaría el almuerzo de todos. Y pagó. A esta revelación sanferminera de gente que se curaba, plato de ajoarriero, esperanza de vida, banco corrido y tipos que salían ilesos de debajo de la manada del encierro de Miura acertaron en llamarle 'El almuerzo de los milagros' que hoy, siendo justos, son menos.
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