De golpe han prendido los brotes los almendros del barrio. Les han estallado las flores blancas en un impulso repentino. Mi perro Lur, que es un perro trufero y librepensador, las mira con los ojos enterrados en el pelo del invierno y ladra extrañado por ... la aparición de las primeras flores y su carga de sorpresa. Se queda quieto de pronto como si fuera de escayola, mirando el aleteo de pétalos de mariposas blancas y rosas, casi de seda delicadísima y sin embargo dura y decidida a vivir. Mientras los niños juegan en el patio del colegio con bullicio de gorriones, Lur observa sorprendido la encarnación de la esperanza como cuando una liebre encamada le arranca de entre las patas y la mira irse y, al escapar, la liebre dibuja con las orejas la señal de la victoria. Lur atiende bajo el árbol, mientras entre las ramas se persiguen los verdecillos como flechas verdes en celo y detienen su danza a contemplar en la flor el milagro inesperado que se avecina. El jilguero de casa -'Manili', se llama- viste un madroño encendido que le da un aire de tipo al que le arde en llamas la cabeza y estos días, cuando se envalentona, chanela sus oraciones que parecen estar hechas de agua y que son el himno de una primavera fuera de contexto, algo que sabemos que viene y que nos parece mentira, ahora que por las avenidas ronronean las furgonetas de muertos y en las caracolas suena de fondo el mar de los respiradores.

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En 1890, Vincent Van-Gogh recibió la noticia de que su hermano Theo acababa de ser padre de un niño. «Como te dijimos, le pondremos tu nombre y espero que sea tan perseverante y valiente como tú», le dijeron los padres en una carta. Vincent, entusiasmado por la noticia, quiso pintar para el niño, que sería su ahijado, 'Almendro en flor'. Hasta ahora, había pintado los almendros en naturalezas muertas, ramas cortadas dispuestas en jarrones, pero esa vez iba a ser distinta. Por eso, Van Gogh celebró la noticia con un cuadro en una composición diferente en la que las ramas se perfilan contra el fondo azul del cielo de Saint-Remy-en-Provence y lo recorren casi como un río con pequeños afluentes de madera, de manera que el que mira el cuadro observa el árbol desde el suelo, como Lur y yo cuando miramos nuestro almendro en flor y como Vincent nos arrebatamos por la nueva vida prometida, casi un japonismo con ecos de Sakura, de jaras, de ciruelos y, al fin y al cabo, de la certeza de que más pronto que tarde, saldremos de esta.

Cuando pintó el cuadro y nació su sobrino, Van-Gogh pensó en viajar para reunirse con su familia, pero no encontró las fuerzas. «El pequeño Vincent se interesa mucho por las pinturas de tu tío», le escribió Jo, su cuñada. Su relación con el pequeño le inspiraba alegría y fuerza para dormir los demonios en el hospital mental de Saint-Paul-de-Mausole en Saint-Rémy-de-Provence, siempre en la esperanza de recuperarse definitivamente. En la primavera de 1890, consiguió viajar a conocer al niño. Murió tres meses después, pero sobre el cabecero de la cama de la habitación del bebé colgó su 'Almendro en flor' que Lur y yo contemplamos al este de Madrid en los primeros compases de la primavera.

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