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La realidad es avasalladora. Apenas un año atrás nadie hubiera imaginado que el virus descubierto en la remota Wuhan dejaría un rastro colosal de millones de muertos en el mundo. Mientras los expertos informáticos alertan insistentemente acerca del riesgo que supone para nuestra privacidad el ... control cibernético vinculado a los teléfonos inteligentes– incluso cuando el ordenador y el móvil están apagados– la realidad nos golpea hace pocas horas con un suceso que parece el guión de una película: 'Un ciberataque paraliza la actividad del Servicio Público Estatal de Empleo'. Según informó el sindicato CSIF, durante todo el martes se vieron afectadas en España las 710 oficinas que prestan servicio presencial y también las 52 que lo hacen de manera telemática. El virus, del tipo 'ransomware' (programa malicioso que bloquea la pantalla del ordenador y exige el pago de dinero para restablecer su funcionamiento) obligó al Servicio Público Estatal de Empleo a pedir ayuda al Centro Criptológico Nacional, dependiente del CNI. Si gestionar las prestaciones de desempleo de cuatro millones de parados y de 900.000 trabajadores acogidos a un ERTE no acarrearan de por sí suficientes problemas, ahora sabemos que el virus descubierto en Wuhan acarreó también ataques cibernéticos contra hospitales, centros de salud, compañías farmacéuticas, institutos de investigación, universidades o instituciones sanitarias de medio mundo: Estados Unidos, Suiza, China, Reino Unido, Georgia, India, Sudáfrica, Países Bajos, Brasil, según el detallado informe del Instituto Cyber Peace del que se hace eco el diario ABC. No obstante, comparadas con ese catálogo mundial de delitos correspondientes al año 2020: múltiples episodios de ciberespionaje, de 'ransomware', filtración de datos, ataques destructivos o actividades de desinformación, me parece que el asalto cibernético sufrido esta semana por el SEPE no pasa de simple travesura. Igual que si atribuyéramos idéntica gravedad al hecho de incumplir masivamente los confinamientos y a esas avalanchas de jóvenes franceses dispuestos a vivir la farra nocturna –sin restricciones– en España. Por si éramos pocos… «Cibercriminales y servicios de inteligencia de medio mundo», escribe F.J. Calero en ABC, «dirigen la mayor parte de sus operaciones de secuestro virtual ('ransomware') y desinformación contra el sector de la salud y en concreto los lugares estratégicos en la lucha contra el Covid. ¿Por qué? Porque es donde está el dinero y –en plena carrera por las vacunas– el poder». Así de sencillo.
Cuenta Kazuo Ishiguro, ganador del Nobel de Literatura de 2017 que en su última novela, 'Klara y el sol', la coprotagonista es un robot diseñado para ayudar a una adolescente de 14 años que sufre una enfermedad. Un universo de límites difuminados entre conciencia humana y alma robótica, entre inteligencia artificial, big-data y los avances prodigiosos de la selección genética. Ishiguro se plantea ante el fallecimiento de un ser querido una cuestión antes impensable: «la posibilidad de que alguien muera y una inteligencia artificial pueda reemplazarlo». No es ciencia ficción, está a la vuelta del calendario.
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